El balance de la evolución del mercado de trabajo a lo largo de 2012 no puede ser más desalentador. Se mire por donde se mire todos los indicadores muestran un claro deterioro: es uno de los años de mayor destrucción de empleo desde el inicio de la crisis, se pierde empleo tanto en el sector privado como en el público, se reduce la población activa como muestra de la aparición de desanimados que ya ni siquiera buscan empleo, disminuye la población en edad de trabajar como resultado tanto del retorno de extranjeros como de la salida de nacionales que buscan fuera mejores oportunidades de empleo, se sustituye empleo a tiempo completo por a tiempo parcial, crece un tipo de empleo autónomo que es más bien subempleo y con altos riesgos de fracasar, aumenta el empleo estacional en el sector agrícola de mero refugio frente al vendaval en el resto de los sectores, la limitada reducción de las altas tasas de temporalidad no se debe a un incremento real del empleo estable sino a una mera destrucción del empleo selectiva de los temporales.
Conviene tener en cuenta, para valorar el significado del precedente panorama, que todo ello viene determinado sobre todo por la evolución general de la situación económica y, en particular, de las políticas centradas exclusivamente en los ajustes que se imponen desde Europa. Dicho de otro modo, las políticas laborales y, en especial, las medidas laborales de reforma legislativa tienen escasa influencia. Eso sí, las reformas laborales en este contexto vienen a acompañar la evolución del ciclo económico, pudiendo suavizar o intensificar su impacto sobre el empleo y las condiciones de trabajo. Y, a la vista de los datos disponibles, todos ellos apuntan a que la aplicación de la reforma laboral en lo esencial ha presionado hacia la intensificación de los rasgos más negativos de nuestro empleo y de la actividad económica. Más allá del acierto o error en las medidas adoptadas, lo indiscutible es que el momento para ponerlas en marcha ha sido el peor de los posibles, por lo que sus efectos han sido marcadamente negativos.
Ante todo, el mensaje enviado en materia de empleo ha sido muy perjudicial, pues éste simplificadamente no ha sido otro que el de invitar a continuar en la línea de la destrucción de empleo, en lugar de buscar su contención o al menos ensayar fórmulas alternativas de flexibilidad interna. Las facilidades dadas en materia de despido, tanto en las causas justificativas como en los costes, ha provocado ese resultado indeseado de incentivo a ahondar en la destrucción de empleo.
De otra parte, la pretensión de incrementar la competitividad a través de mecanismos de reducción de los costes salariales era recomendable hacerla de forma lenta y suave, pues de lo contrario desemboca en algo más pernicioso como es la paralización del consumo interno y, como efecto derivado, nuevas crisis empresariales y de empleo. Esa contención de costes salariales lenta y suave estaba garantizada a principios del año 2012 con la mera puesta en práctica de lo acordado entre las organizaciones empresariales y sindicales más representativas a través del Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva alcanzado a finales de enero. Pero esa fórmula de razonable equilibrio quedó truncada con unas medidas de reforma laboral que pretendían acelerar e intensificar el proceso, como de hecho se ha producido, con lo cual ahora a la vista de los resultados puede concluirse que las medidas se han pasado de rosca y han acabado por romper la tuerca.
El engranaje ha dejado de funcionar también en un elemento esencial de nuestro sistema como es la negociación colectiva. El efecto más preocupante en este ámbito es el de la notable reducción de su tasa de cobertura, de modo que cae perceptiblemente el porcentaje de trabajadores incluidos dentro del ámbito de aplicación de los convenios, principalmente porque hay una enorme dificultad en su renovación. Ello naturalmente acentúa la caída nominal de los salarios, pero también provoca vacíos y dificultades en articular los necesarios mecanismos de flexibilidad interna negociada.
En estos momentos, no cabe otra cosa que confiar en que se superen los grandes desequilibrios financieros, que fluya el crédito, que se recupere el ritmo de nuestras exportaciones y, especialmente, que las instituciones europeas abran mínimamente las posibilidades de acometer medidas de impulso al crecimiento y a la inversión productiva, pues hasta tanto que ello no ocurra poco se puede influir desde las políticas de empleo como no sea para acentuar el empeoramiento del mercado laboral.
Publicado en Diario de Sevilla el 3 de febrero de 2012
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