Las dificultades económicas por la que atraviesan ciertos Ayuntamientos han provocado despidos colectivos, previa autorización de la Junta de Andalucía, que han tenido una notable repercusión. Probablemente la situación tenga mayor intensidad de lo que parece, pues las tasas más altas de temporalidad existentes en estas Administraciones Públicas les permite limitarse a no renovar los contratos temporales vigentes, o bien a reducir las contrataciones externas con empresas de servicios.
A primera vista se trata de una consecuencia más de la crisis económica actual que vivimos, no escapando a ello los Ayuntamientos, pero sin que pueda presentarse como algo especial. Sin embargo, lo singular reside en que tales medidas no habían sido adoptadas en crisis de empleo pasadas, ni siquiera en la muy intensa de inicios de los años noventa. Más aún, por algunos se ha defendido que estos despidos a través de expedientes de regulación de empleo no son posibles en las Administraciones Públicas, dado que mientras que a una empresa puede sobrevenirle una situación económica que le obligue a recortar empleo, las entidades públicas nunca pueden quebrar y, por tanto, nunca está justificado autorizar estos despidos. Sin embargo, sin entrar en tecnicismos innecesarios, conviene destacar que la normativa no diferencia entre trabajadores del sector privado y del público; siendo personal laboral, a todos se les aplica por igual la legislación sobre despidos. Por ello, aceptemos que si un Ayuntamiento se encuentra en situación de constatado desequilibrio económico, de entidad suficiente como para no poder hacer frente a los costes laborales del total de su plantilla, queden justificados los despidos colectivos en la proporción necesaria. No hay argumento razonable para defender que los empleados públicos puedan reclamar privilegios e inmunidades, que no poseen quienes trabajan para empresas privadas.
Ahora bien, sin que con ello me esté refiriendo a los casos concretos de los Ayuntamientos directamente afectados que personalmente desconozco, en términos generales, si se ha podido llegar a esta situación en el ámbito de las entidades locales, ello ha sido básicamente porque se ha incurrido en dos errores manifiestos en la política municipal; errores que conviene reconocer y procurar que no se repitan.
En efecto, de un lado, existe una larguísima tradición de utilizar a las Administraciones locales, particularmente en el medio rural, como instrumento de inflar el empleo de su personal, como fin en sí mismo de facilitar medios de subsistencia a sus convecinos, a la vista de las carencias de la iniciativa empresarial creadora de empleo en ese medio, y no tanto por una prestación de servicios públicos que requieren de profesionales cualificados y especializados. Sin pretender criticar lo que se tuvo que hacer en el pasado en un contexto diferente, hoy en día los Ayuntamientos en muchos casos se han convertido creadores de subempleo ficticio. El corolario lógico no es otro que hacer hincapié en que los Ayuntamientos, aparte de prestar unos buenos servicios públicos a la ciudadanía, deben centrar su atención en la dinamización económica de su entorno, propiciando el asentamiento sólido de empresas en su territorio, pues de lo contrario el resultado es pan para hoy y hambre para mañana.
De otro lado, probablemente más importante, los Ayuntamientos han vivido un período singular, en el que han obtenido ingresos extraordinarios gracias a las grandes operaciones urbanísticas. Incluso cuando éstas han sido ordenadas racionalmente, en casi todos los casos se ha hecho un uso indebido de tal financiación pública excepcional, pues los correspondientes ingresos no se han destinado en lo fundamental a la construcción de equipamientos públicos e inversiones de infraestructura general, como debería ser, sino que en gran medida han ido a parar a gastos corrientes, por tanto a pagar las nóminas de su personal. Así se explica que si la presente crisis tiene como una de sus causas un fuerte parón en la construcción, ello haya repercutido de manera automática sobre la financiación de los Ayuntamientos y, con ello, en dificultades de continuar con el personal contratado. En algunos casos se resienten los servicios públicos proporcionados por unas entidades que atienden necesidades básicas de los ciudadanos. A la postre, como no se resuelva de forma estructural y coherente el sistema de financiación de los Ayuntamientos veremos que este asunto, por ahora puntual, puede hacerse más grave y provocar una preocupante conflictividad.