La Seguridad Social se ha sometido a constantes procesos de adaptación a los cambios sociales y económicos producidos en su ya larga historia, sin por ello perder su identidad como mecanismo de solidaridad intergeneracional y exponente del Estado Social. Por ello, no conviene magnificar la trascendencia de la reforma acometida en esta ocasión, por mucha importancia que la misma tenga, especialmente si se tiene presente que, a la vista de su contenido, se trata de cambios que –aunque profundos- constituyen un peldaño más en ese camino de permanentes reformas dentro del mantenimiento de sus esencias, lo que permite transmitir con fundamento tranquilidad respecto del alcance de los cambios que se avecinan. Serenidad que ha aportado desde hace quince años el consenso político y social en la defensa del modelo público de protección social, escenificado por el Pacto de Toledo, circunstancia que garantiza que las modificaciones lo serán con un fuerte respaldo parlamentario y de las organizaciones sociales. Lo importante al final de todo este proceso es que quede afianzado el modelo de pensiones públicas, ya que resulta indiscutible que el mismo recibe un fuerte apoyo social; lo importante es que generalizadamente se apuesta por mantener el sistema público de reparto, pues si algo ha demostrado la actual crisis son las enormes pérdidas producidas en los planes de pensiones privados.
Calma también porque los factores determinantes de las propuestas no se encuentran condicionados por la crisis económica, pues no se trata de algo meramente coyuntural sino estructural. A pesar de la fuerte destrucción de empleo padecida, las cuentas de la Seguridad Social mantienen un razonable equilibrio, lo que nos muestra un sistema de pensiones que goza de buena salud, encontrándose plenamente garantizada su viabilidad en los años inmediatos. Incluso existiendo en los últimos datos ciertos elementos de preocupación, ello debe situarse en el plano estrictamente del corto plazo; incluso si fuese necesario, para eso está previsto el Fondo de reserva: para atender a las situaciones de desfase en los resultados globales para atender situaciones limitadas en el tiempo de reducción de ingresos debidas a la disminución temporal de cotizantes.
Eso sí, aunque no haya nada acuciante en el corto plazo, tampoco resulta recomendable ocultar que se han producido cambios sociales, económicos y demográficos, que exigen adoptar medidas de adaptación en el medio y largo plazo; porque esas transformaciones requieren una respuesta con vistas al reforzamiento de la viabilidad de nuestro sistema público de pensiones. Es obligado tener muy en cuenta que el envejecimiento de la población española, a resultas del proceso combinado del incremento de la esperanza de vida y de las bajas tasas de natalidad, provoca un efecto de presión sobre las expectativas de crecimiento del gasto social en pensiones para el futuro. Lo anterior, por añadidura, se ve incrementado por el hecho igualmente positivo de que la población juvenil prolonga su periodo de vinculación al sistema educativo, con el efecto derivado de incorporación más tardía al mercado de trabajo.
Tenemos una edad legal de jubilación que prácticamente se ha mantenido inmutable desde el establecimiento de nuestro sistema público de pensiones, cuando las cosas han cambiado mucho en las últimas décadas y la previsión es que continúe avanzando este proceso; por ejemplo, en los últimos 40 años el tiempo de disfrute medio de una pensión de jubilación ha pasado de los 5 a los 15 años; en estas cuatro décadas, quienes superan los 65 años ha pasado de representar el 9,66 % del total de la población española a acercarse al 17 %: es decir, la población de más de 65 años se ha incrementado en casi 4,3 millones, a razón de más de un millón por década y duplicando ampliamente la población que alcanzaba esa edad en 1970. Hace cuatro décadas la mayoría de los trabajos se centraban en actividades duras y penosas para una población que llegaba muy deteriorada físicamente a la jubilación, realidad que es bien diversa hoy, cuando el grueso de los ocupados trabaja en el sector servicios y con calidad de vida y de salud mucho mejores. Esta realidad sólo debe interpretarse en sentido positivo: cómo un logro de nuestro sistema social y económico, de las condiciones y calidad de vida alcanzado por los españoles a través de nuestro sistema sanitario, alimenticio, costumbres, transformación del sistema productivo y condiciones laborales.
El sistema resulta económicamente sostenible en estos momentos, a la vista de que las pensiones en España suponen hoy en día el 9,2 % del PIB, es decir 2,5 puntos porcentuales por debajo de la media Europea. Sin embargo, lo que resulta igualmente cierto es el mantenimiento del régimen actual sin ningún cambio nos llevaría a cifras cercanas al 15 % del PIB, lo que difícilmente se podría compensar con un incremento muy notable de los ingresos de la Seguridad Social sin provocar una notable pérdida de competitividad general de nuestra economía.
Al final lo decisivo es que el resultado de impacto de las reformas nos conduzca a un sistema de pensiones equitativo y que logre efectuar un reparto igualitario de los beneficios e inconvenientes de las medidas adoptadas; en particular, que logre ofrecer un sistema de protección social sólido a los más débiles y no deje a nadie en situación de desamparo.
A estos efectos, el Acuerdo Social y Económico alcanzado entre Gobierno y sindicatos, con el sucesivo apoyo empresarial, no sólo ha provocado un cambio sustancial en el panorama político y social, con impacto en la confianza sobre las reformas estructurales y sobre las expectativas económicas, sino que además ha logrado conjurar los riesgos de deterioro en la situación de protección social de los más débiles.
En materia de edad de jubilación lo decisivo es atender a la edad media efectiva de abandono del trabajo. Formalmente ésta se sitúa en los 63 años, debido a las jubilaciones anticipadas desde los 60 años. Más aún, esa edad media estadística resulta falseada, pues muchas de estas jubilaciones han pasado por períodos previos de prestaciones por desempleo contributivas (hasta dos años más) y asistenciales complementadas privadamente (desde los 52 años). Todo ello con el injusto agravante de que estas “prejubilaciones” suelen afectar a quienes han obtenido retribuciones más elevadas durante su vida laboral. Por ello, el primer objetivo será lograr que la edad media real se sitúe en los 65 años, para lo que la clave es reducir a supuestos excepcionales las “prejubilaciones” y jubilaciones anticipadas. Por ello, a mi juicio, mayor trascendencia que la cifra ya casi mágica de los 67 años, tendrá la elevación de la edad mínima de jubilación anticipada a los 63 años, pues puede ser la más impactante para provocar el objetivo en el coinciden todos de elevación de la edad efectiva media de jubilación de la población en su conjunto. Eso sí, la voluntad de prolongación de la vida activa por el retraso de la edad de jubilación obliga a no olvidar las muy elevadas tasas de desempleo de la población de edad avanzada; es imperioso, por tanto, a partir de ahora, diseñar políticas efectivas de recolocación que eleven significativamente las tasas de ocupación de los trabajadores de edad avanzada a los que se les retrasa su edad de jubilación. Al mismo tiempo, a partir de ahora adquiere mucha mayor trascendencia todo el sistema de jubilaciones especiales para actividades duras y penosas, donde mayor deterioro personal se produce a edad avanzada y que requieren un ajustado diagnóstico de profesiones y actividades.
Al mismo tiempo resultaba obligado ponderar el impacto de la reforma sobre quienes tienen carreras profesionales irregulares, que pueden presentar dificultades acentuadas de alcanzar los elevados períodos de cotización exigidos para obtener la pensión de jubilación íntegra. De ahí que tengan todo su valor las medidas incorporadas respecto de las mujeres que al soportar mayores cargas familiares sufren carreras profesionales irregulares, en particular respecto al cómputo de la excedencia por cuidados familiares, aunque ello ha de efectuarse con cuidado de no provocar incentivos a la vuelta transitoria a casa de las trabajadoras y venga compensado por el Estado en los ingresos de la Seguridad Social. En la misma línea es importante el logro de que los jóvenes puedan cotizar desde los primeros momentos de su incorporación al mercado de trabajo, computándose los periodos de disfrute de las becas, sin olvidar la necesidad de eliminar las situaciones espurias del uso de las becas como sistema de huida de la contratación laboral.
Finalmente, resulta decisivo que las medidas adoptadas refuercen el equilibrio financiero del sistema sobre la base de incremento de los ingresos. Por ello, es seguro que la reforma presionará hacía el cumplimiento de la obligación de cotizar efectivamente cuando se esté trabajando materialmente, con lo que la reforma provocará inmediatos efectos de incremento de los ingresos en el sistema de Seguridad Social: el aumento de los años necesarios para obtener la pensión íntegra y la ampliación del período de cálculo a los 25 años desde luego jugarán en esta dirección, incluida la ya mencionada respecto de la cotización de los becarios, sin olvidar la necesaria intensificación de la lucha contra el fraude en la economía sumergida.