miércoles, 8 de diciembre de 2010

UN ARBITRAJE NECESARIO



En estos momentos puede considerarse superada la grave crisis provocada por la huelga encubierta  y, por tanto, ilegal de los controladores aéreos, que ha ocasionado graves perjuicios. Ello ha obligado al Gobierno a adoptar medidas excepcionales, plenamente justificadas y sin que sea posible efectuar tacha alguna de ilegalidad a las medidas adoptadas para recuperar la normalidad en la navegación aérea. Superada la situación crítica, sin dejar el asunto aparcado no se sabe para cuando, resulta ineludible afrontar el fondo del conflicto que se viene arrastrando desde hace ya demasiado tiempo. Más allá de respuestas coyunturales de urgencia y al margen de la exigencia de responsabilidades que correspondan, ahora resulta imprescindible encontrar un procedimiento efectivo para resolver el conflicto laboral que se viene arrastrando meses incluso años, con una solución estable en el tiempo. La clave del problema se encuentra en un bloqueo total de la negociación del convenio colectivo, con propuestas por parte de los controladores difícilmente asumibles y rechazos frontales a las propuestas gubernamentales, sin ocultar ciertas torpezas por parte de responsables ministeriales al acordar ciertas medidas discutibles desde el punto de vista de su legalidad. En todo caso, la situación y las relaciones entre unos y otros se encuentran tan deterioradas, que convierten en ilusoria cualquier pretensión de retomar las negociaciones a estas alturas. Al propio tiempo, al acudirse a la aprobación de sucesivos Reglamentos sólo se ha dado una respuesta parcial a los asuntos relativos a la jornada y retribución de un sector tan singular como es el de los controladores; en todo caso, tales reglamentos no han podido ni pueden sustituir al convenio colectivo. De este modo, la única salida viable sería someterse las partes a un arbitraje laboral, que resuelva las cuestiones básicas del conflicto de fondo, que las partes han demostrado con creces que son incapaces de afrontar por la vía de la negociación. Ya en verano el Gobierno propuso acudir a un procedimiento arbitral como forma de superar el callejón de salida en que se encontraban, pero no fue aceptado el envite por los controladores. Ahora el arbitraje es la única solución para dar respuesta definitiva a las cuestiones de fondo desencadenantes del conflicto. Incluso hay sobrados argumentos jurídicos para entender que concurren las circunstancias justificativas para imponer como obligatorio este arbitraje. Eso sí, esta fórmula en tal caso hay que adoptarla de manera inmediata, antes de la conclusión del estado de alarma.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

LOS LIBERADOS SINDICALES

Desde alguna Comunidad Autónoma se ha anunciado la decisión de reducir notablemente el número de representantes sindicales liberados, es decir, la situación de aquellos empleados públicos que por su plena dedicación a las tareas sindicales se encuentran exentos de trabajar. Se trata de una práctica extendida de acumulación de las horas sindicales de los representantes en algunos de ellos, de modo que algunos quedan totalmente liberados. Ello deriva de un expreso reconocimiento legal, recogido en la normativa laboral y funcionarial, lo que obliga a su respeto por empresas y Administraciones Públicas. Más allá de ello, en el sector público es habitual que se reconozca a los sindicatos un número superior de liberados, pactados a través de la negociación colectiva, siendo éstos los que parece que se quieren suprimir. Naturalmente, si se trata de materias pactadas colectivamente, la lógica lleva a que su supresión no pueda realizarse unilateralmente, pues regla esencial en Derecho es que los pactos han de cumplirse y no pueden quedar a la voluntad de una sola de las partes. Es cierto que la legislación de funcionarios contempla una excepción, que admitiría su supresión unilateral, pero exige circunstancias tan especiales que es bastante discutible que concurran aquí: la norma garantiza el cumplimiento de los acuerdos colectivos, salvo cuando excepcionalmente y por causa grave de interés público derivada de una alteración sustancial de las circunstancias económicas sea necesaria la modificación de los mismos, siempre que ello se produzca en la medida estrictamente necesaria para salvaguardar el interés público. Por ello, tendrían que ser respetuosos con lo que se ha asumido vía negociación colectiva, o intentar alterarlo igualmente por la vía del acuerdo, pues si algo se reguló mal y se fue excesivamente generoso ello es responsabilidad de ambas partes, comenzando por la propia Administración Pública que debe ser prudente en el uso de los dineros públicos.

Más allá del dato jurídico, el asunto presenta puntos de vistas y valoraciones muy diversas, que incluso cuando salta a la luz se encuentra preñado de implicaciones políticas, muchas coyunturales, incluso si se quiere mediáticas, pero que convendría dejar de lado para tener más en consideración los aspectos de repercusión general sobre nuestras relaciones sindicales.

Así debe recordarse que nuestra Constitución atribuye un fuerte protagonismo a los sindicatos en el desarrollo de la actividad económica, de las relaciones sociales e incluso de la vida política; en suma, son esenciales para la estructuración de nuestra convivencia a muy diversos niveles. Ese papel de los sindicatos, que ha aportado elementos positivos a nuestro Estado democrático, se construye a través de una compleja maquinaria que sólo funciona en la medida en que haya  personas dedicadas a este empeño: la dedicación, incluso la profesionalización de ciertos afiliados a tales tareas, es imprescindible para que los sindicatos logren desempeñar su papel constitucional, particularmente en el ámbito de la participación en la empresa y en la negociación colectiva. Por ello, resulta oportuna la presencia en nuestro sistema laboral de representantes dedicadas a tales tareas sindicales y se les exima en todo o en parte de sus obligaciones laborales.

Ahora bien, lo anterior no puede ocultar que hoy en día las organizaciones sindicales tienen un problema con la figura de los liberados sindicales, respecto de su perfil, de cómo gestionan su tiempo y cómo se presentan ante sus representados y ante la opinión pública. Dicho coloquialmente, en general tales liberados no gozan de buena prensa, sobre todo los que actúan como representantes sindicales en el sector público. Ello en cierta medida es responsabilidad de los propios sindicatos, pues no han sabido difundir el amplio trabajo representativo que desarrollan, en ocasiones porque no todo su tiempo lo dedican a las tareas representativas, o no justifican por qué deben proceder a la liberación en lugar de a un uso por cada uno de sus respectivas horas sindicales, incluso a veces ante dificultades para completar las listas electorales los sindicatos llegan a intentar convencer a los posibles candidatos de las ventajas personales de la condición de liberado sindical. En el seno de las organizaciones sindicales se debería pues reflexionar acerca del deterioro que todo esto está produciendo en su imagen y la conveniencia de afrontar los cambios necesarios para lograr el modelo de representantes efectivamente próximos a los trabajadores que precisan.

sábado, 3 de julio de 2010

LA NECESARIA LEY DE HUELGA



La Constitución Española impone que la ley que regule el ejercicio del derecho de huelga “establecerá las garantías precisas para asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad”. A pesar de que han transcurrido más de treinta años desde su entrada en vigor, nunca se ha logrado que el Parlamento apruebe una Ley que atienda a este explícito y decisivo mandato. Resulta bien sintomático que a estas alturas se ha completado el diseño constitucional de aprobación de todo un conjunto de Leyes Orgánicas de desarrollo de cada uno de los derechos fundamentales y libertades públicas de nuestra Carta Magna, siendo la única y bien llamativa excepción la correspondiente a la regulación del derecho de huelga. En estas circunstancias, nos estamos rigiendo por un Decreto preconstitucional del año 1977, fuertemente parcheado por diversas sentencias del Tribunal Constitucional. En lo básico nos vamos bandeando mínimamente en lo que afecta a la regulación general del ejercicio del derecho de huelga, pero sin embargo las carencias y las ineficiencias son muy elevadas en las concretas huelgas que afectan a servicios esenciales de la comunidad. Por ello, mal que bien podríamos continuar tal como estamos respecto de otros aspectos del ejercicio del derecho de huelga, pero se hace imprescindible la Ley para lo que afecta a los servicios esenciales de la comunidad, pues en estos casos los problemas afloran continuamente cuando se trata de un supuesto tan delicado. Lo más llamativo es que aquí el conflicto desborda en sus efectos a las relaciones entre trabajadores y empresarios, para perjudicar directamente a los ciudadanos. En el habitual tira y afloja entre unos y otros se mete de por medio al propio ciudadano, que sufre las consecuencias negativas de la huelga. Eso sí, ni ello se puede resolver con el fácil expediente de negar la facultad de convocar huelgas en estos casos, pues se trata de un derecho fundamental que no permite un límite absoluto de tal naturaleza, ni tampoco cabe dejar pasar el asunto y que se produzcan lesiones sustanciales a los derechos de la ciudadanía al ejercicio de otros tantos derechos fundamentales reconocidos igualmente como tales.

Por sólo apuntar dos factores negativos en esta materia. Primero, cuando la autoridad gubernativa fija de manera desmedida los servicios mínimos, por cuanto que pretende con ello un funcionamiento a pleno rendimiento de los correspondientes servicios públicos, las reclamaciones judiciales se resuelven pasados en torno a dos años, con lo cual se trata de sentencias que tiene un valor de mera condena moral, sin mayor incidencia en el caso concreto. Segundo, cuando fijados los servicios mínimos de forma más o menos correcta, quienes deben cubrirlos deciden no hacerlo, produciendo una total paralización de la actividad, no funcionan los mecanismos de garantía necesarios para atender los legítimos intereses de la ciudadanía como usuarios y consumidores de servicios esenciales.

Cuando menos, la Ley debería clarificar cuando una huelga afecta a servicios esenciales de la comunidad, quién es la autoridad competente en cada caso para fijar los servicios mínimos, qué intervención de consulta le corresponde a los convocantes de la huelga y a la empresa responsable del mantenimiento de los servicios,  con qué criterios se fija la intensidad de los servicios mínimos, qué órgano neutral puede garantizar un control rápido y efectivo de la posibles fijaciones excesivas de los servicios mínimos, qué tipo de garantías se establecen para asegurar la cobertura de los servicios mínimos y, en su caso, qué sanciones cabe imponer a quienes no atienden a su cumplimiento.

Resulta indudable que no nos encontramos en el momento más apropiado para abordar esta cuestión, por razones de muy diversa índole que a nadie se le escapan. En todo caso, se trata de una materia que, para lograr la efectiva aplicación del régimen que se prevea en la Ley, requiere inexcusablemente de un elevado consenso, tanto social como político: con un pleno apoyo por parte de las organizaciones sindicales y empresariales más representativas, como de un fuerte respaldo en el Parlamento. Eso sí, lo que no podemos es quejarnos de los problemas institucionales que tenemos cuando afloran con toda su crudeza y después cruzarnos de brazos cuando las aguas vuelven a su cauce. Cuando menos sería oportuno ir creando un estado de opinión propicio para que este asunto no quede postergado eternamente, pues el mandato constitucional al efecto es nítido y nadie discute la necesidad de abordarlo.

miércoles, 16 de junio de 2010

MEJORAR EL PER

Como si se tratara de los ojos del Guadiana, periódicamente emerge como un sarpullido la discusión acerca de las bondades o maldades del sistema de subsidio de desempleo de los trabajadores eventuales agrarios en Andalucía y Extremadura, que es a lo que se suele llamar coloquialmente el PER. Por desgracia el debate en los medios se suele desarrollar con una elevada crispación y afirmaciones rotundas, que impiden un mínimo análisis sosegado de los pros y contras del sistema. Al final todo queda en una especie de tormenta de verano, de la que no se obtiene ninguna conclusión útil para avanzar en un modelo más eficaz y razonable.

En todo caso, conviene arrancar por afirmar para hacer justicia que en sus líneas generales la fórmula del subsidio agrario responde a las especialidades de la agricultura en el sur de España, que ha reportado indiscutibles beneficios en múltiples facetas e incluso que hoy en día mantiene su razón de ser; necesidad que se mantiene por desgracia y como mal menor, pues lo ideal sería que no existiera la especialidad del subsidio y Andalucía a estos efectos no presentara hecho diferencial alguno con el resto de las Comunidades Autónomas. Eso sí, sin dejar por ello de resaltar también que el sistema resulta manifiestamente mejorable, pues es necesario adaptarlo a los cambios que se han venido produciendo en la economía  y sociedad andaluzas.

Hay que tener presente que el peso de la ocupación agrícola resulta muy superior en Andalucía que en el resto de España, que es una agricultura que a resultas de la propiedad de la tierra en grandes fincas y el carácter estacional de las actividades agrícolas provoca mucho empleo asalariado eventual, con tasas de temporalidad más elevadas que la media, que la tasa de paro en la agricultura andaluza resulta muy superior a la media y, en fin, que no resulta fácil complementar las labores agrícolas con trabajos en otros sectores. Como consecuencia, el sistema de protección del desempleo agrícola aquí tiene que ser necesariamente diverso, pues sería inviable de todo punto aplicarle al eventual agrario puro y duro el régimen común del desempleo en la industria o los servicios; más aún, este tipo de subsidio es no sólo la forma más apropiada de atender las necesidades de subsistencia económica de esta población, sino que además garantiza la disponibilidad de una población nacional para atender las necesidades estacionales del empleo en el campo andaluz y, en especial, permite el asentamiento de la población en el medio rural, evitando migraciones hacia otros territorios que provocarían efectos de desertización en todos los sentidos del término. Lo que se hace, además, con un esfuerzo de gasto público bastante reducido, particularmente en comparación con los costes de otras prestaciones sociales, por no hablar de otras políticas de ayudas públicas a la reestructuración y reconversión de actividades.

            Eso sí, el sistema resulta manifiestamente mejorable, por lo que habría que abordar la reforma de un modelo que se remonta a principios de los años ochenta y desde entonces ha llovido mucho. Sería necesario, a tal efecto, terminar por integrar a los trabajadores agrarios en el Régimen General de la Seguridad Social, tal como se propone en el Pacto de Toledo, aunque lo fuera con las debidas especialidades; integración que permitiría fomentar la movilidad sectorial de estos trabajadores a lo largo del año, facilitaría el cómputo conjunto de las cotizaciones a las diversas actividades que se realicen en diversos sectores y profesiones, permitiría en definitiva una convergencia en los sistemas de protección social del conjunto de los trabajadores, sean agrarios o no, sean andaluces o no. Habría que corregir el efecto indirecto de discriminación de las mujeres, al ser éstas las principales beneficiarias del subsidio agrario, cuando los hombres o tienen menos riesgos de ir al desempleo o lo hacen percibiendo la prestaciones contributivas mucho más elevadas. Habría que seguir insistiendo en la conveniencia de que no se produjeran nuevas incorporaciones al sistema de las nuevas generaciones más jóvenes, ofreciéndoles fórmulas alternativas que sin abandonar la actividad agraria permitieran su complemento con otras ocupaciones en otros sectores sin necesidad de abandonar el medio rural: turismo rural, empresas de distribución logística, energías renovables, producción agrícola ecológica, actividad en piscifactorías, etc. En suma, una regulación que, sin abandonar la protección en situaciones de necesidad, fomentara decididamente las oportunidades de empleo alternativas.

domingo, 23 de mayo de 2010

LOS CONVENIOS COLECTIVOS: UNA DE LAS CLAVES

         En estos momentos de intensa dificultad económica todas las miradas y las reclamaciones se dirigen hacia el Gobierno de España. Hay una cierta idea extendida de que las soluciones deben provenir del Gobierno, sin que falte cierta razón a ello por cuanto que las reformas estructurales que se deben acometer dependen en gran medida de él y, sobre todo, porque a él le corresponde asumir el liderazgo político en estos momentos y la capacidad pedagógica de hacer comprender a toda la ciudadanía el difícil camino que se nos avecina.

Sin embargo, también es decisivo ser conscientes de que tanto nuestro sistema institucional como nuestro entramado social presentan una enorme complejidad, al extremo de que sin la colaboración de todos los poderes políticos y sociales poca efectividad tendrá el conjunto de medidas que se acometan desde el poder central. Sin que nadie renuncie al papel representativo que le corresponde, en estos momentos ha de reclamarse un mínimo de lealtad institucional. Las Administraciones autonómicas y locales, sin dejar de defender los intereses territoriales a los que representan, deben actuar con coherencia a lo que en paralelo le exigen al Gobierno central. La oposición, sin renunciar a su aspiración de convertirse en alternativa de poder, no puede criticar lo que en su fuero interno asume como necesario y haría en los mismos términos de ganar las próximas elecciones. Jueces y juristas, sin dejar de reclamar el pleno respeto a nuestro Estado de Derecho, asumiendo la complejidad de nuestro sistema legal, deberían colaborar proponiendo y facilitando aquellas fórmulas que ayuden a materializar las medidas necesarias, no situándose en la cómoda posición de resaltar la imposibilidad de articularlas. Quienes escriben en los medios, sin dejar de asumir el papel crítico que les corresponde, deberían ser prudentes en sus valoraciones antes que sucumbir a la fácil tentación de la propagación de rumores infundados.

Es en ese contexto donde también es esperable la colaboración de las organizaciones sindicales y empresariales en aquél ámbito en el que poseen el mayor grado de influencia y responsabilidad: la negociación colectiva. A veces se espera que una reforma laboral provenga esencialmente del cambio de la legislación, bastando con una orden dirigida al Boletín Oficial del Estado. Hoy, por el contrario, la complejidad de nuestro mercado y de las relaciones laborales muestra que al final son los convenios colectivos quienes marcan la evolución de los salarios, las posibilidades reales de un régimen de estabilidad en el empleo, la viabilidad de introducir mecanismos de flexibilidad interna sin necesidad de acudir a las decisiones más traumáticas de los despidos. Lo pactado en los convenios adquiere mayor importancia cuando, a resultas de nuestra plena integración monetaria en el euro, los Gobiernos nacionales ya no pueden acudir al fácil expediente de proceder a una fuerte devaluación de las monedas nacionales, tal como se hizo en crisis precedentes. El problema es que el convenio colectivo es un buen instrumento de reparto de la riqueza en los momentos de crecimiento, pero ahora se le exige que se transforme en un mecanismo de distribución de la pobreza, a la vista de que una crisis económica lo que saca a la luz es que todos nos hemos hecho más pobres. Se hace urgente, pues, que las organizaciones sindicales y empresariales aborden con decisión el compromiso que asumieron a principios de año de proceder a efectuar en el plazo de seis meses una reforma de la negociación colectiva: “su papel como procedimiento de fijación de las condiciones laborales y de determinación de las políticas de empleo, su capacidad de adaptación a las necesidades de los trabajadores, las empresas y sectores productivos y la mejora de la productividad, así como la estructura de la propia negociación”. No dudo que las Confederaciones sindicales estarán a la altura de las circunstancias, pues así lo han demostrado en el pasado.

Eso sí, de exigirse sacrificios, ello ha de hacerse con las correspondientes compensaciones y con un reparto equitativo entre todos. Ello ha de hacerse con compromisos de reparto de la riqueza cuando en el futuro las cosas vengan mejor dadas y ello no a través de meras declaraciones de intenciones. Como es exigible también que ciertos banqueros renuncien a esas pensiones desorbitadas que se aseguran a través de contratos blindados, algún gesto de apretarse el cinturón a esos cracks del deporte que ganan cantidades obscenas y, en general, de quienes más elevado patrimonio poseen.

lunes, 5 de abril de 2010

POR UN ENVEJECIMIENTO INTEGRADOR

Vamos camino de ser más los viejos y durar más tiempo, aunque de igual forma con niveles superiores de salud y en general de calidad de vida. La fuerte prolongación de la esperanza de vida y las bajas tasas de natalidad están dando lugar a una población cada vez más envejecida, constituyendo éste uno de los fenómenos más identificativos de la sociedad actual. A pesar de su intensidad y de enfrentarnos a un cambio estructural difícilmente reversible, parece que aún no hemos asimilado su trascendencia, identificado las múltiples consecuencias que ello tiene respecto de nuestra vida cotidiana y, en particular, asumido la necesidad de repensar multitud de políticas públicas que tienen repercusión sobre el envejecimiento de la población.

Se debe producir al efecto todavía un importante cambio de mentalidad, por cuanto que seguimos concibiendo a las personas de edad avanzada como población inactiva a todos los efectos, que no cuentan para muchas facetas de las relaciones sociales públicas, arrinconándolas en el estricto ámbito de lo familiar. Tenemos el riesgo, si no reaccionamos debidamente, de desperdiciar un enorme caudal de riqueza colectiva acumulado por las generaciones más mayores. No es descartable que si no hacemos nada, acabemos creando una nueva generación “Ni-Ni”, ahora del segmento de los mayores, en términos tales que un amplio número de ellos ni trabajen ni desarrollen actividades sociales de tipo alguno.

Hoy en día peor que la maldición bíblica del ganarás el pan con el sudor de tu frente, puede ser el ostracismo al que podemos condenar a un elevado número de personas mayores, pero que se encuentran en plenas facultades mentales y razonables condiciones físicas como para seguir incorporadas bien al mercado de trabajo o bien a una vida socialmente activa. En la sociedad en la que vivimos el trabajo no sólo constituye un simple medio de sustento económico, sino que cada vez más se convierte en el instrumento para lograr la integración social de las personas, a la postre en muchos casos de reconocimiento social. Tan es así que lo que se proyecta inicialmente como júbilo al final de nuestra vida laboral en muchas ocasiones acaba provocando para muchos un total aislamiento nada deseable, con la consiguiente sensación de inutilidad y estorbo.

No se trata de forzar a seguir trabajando a nadie que no se encuentre en condiciones de hacerlo, ni siquiera de obligarles a continuar una vida laboral activa una vez superada la edad razonable de jubilación. Pero tampoco se trata de forzarles a abandonar el trabajo contra su voluntad, como sucede actualmente. Por ello tenemos que acabar con la cultura dominante conforme a la cual las reestructuraciones empresariales se solventan ante todo con el fácil expediente de comenzar por expulsar a los trabajadores de edad avanzada, al tiempo que se parte de la idea que si alguien pierde su empleo a partir de los 52 años no se deben adoptar medidas de reciclaje y recolocación, pues lo que corresponde es facilitarle simplemente los medios económicos indispensables para qu subs)stencia. Está muy extendida la faLsa creencia de que los puestos de trabajo son fácilmente intercaebiables, de modo que es casi automática la contratación de un joren a recultas de la jubilsción de un trabajador mayor, ceando en la mayoría de las ocasiones lo que re produce es sin más la amortización del correspondiente puesto de trabajo.

Cuando menos se hace necesario suprimir los sistemas que imponen el abandono prematuro o involuntario del trabajo, facilitando un sistema flexible y progresivo hacia la jubilación: eliminar los sistemas de jubilación obligatoria, evitar que los regímenes de desempleo se conviertan en un sucedáneo de prejubilaciones, restringir severamente los generosos sistemas de jubilación anticipada, atajar la utilización perversa de la jubilación parcial.

Más aún, si realmente estamos convencidos de que hai que transformar cualitativamente la qituación de loc trabajadores de edad avanzada, tendremos que rdadaptar en positivo el conjunto del sistema para fomentar seriamente un proceso de envejecimiento activo. Ello requiere incidir sobre las políticas de empleo, pero especialmente sobre las estrategias de gestión empresarial, sobre el cuadro de regulación del contrato de trabajo (jornada y salario) y singularmente sobre una concepción muy diversa de la formación a lo largo de toda la vida, que programe efectivas transiciones profesionales de los trabajadores, con un cambio cultural que fomente que al final del ciclo laboral vayamos cambiando de actividades, profesionales o simplemente sociales.

jueves, 1 de abril de 2010

DESAJUSTES EN EL DESPIDO


Sea o no la voluntad de los protagonistas de la concertación social, el régimen del despido se está convirtiendo en el asunto central del debate en torno a la reforma laboral. No es desde luego el único asunto a tratar, ni posiblemente el más importante, pero la lógica del desarrollo de los debates en los medios de comunicación acaba siendo condicionante ineludible. Y, en cierto modo, no deja de tener su justificación. Desde hace bastante tiempo el despido muestra evidentes malas prácticas aplicativas, por mucho que la normativa pueda ser coherente y razonable. Esas malas prácticas están produciendo enormes distorsiones, particularmente por los efectos negativos que sufren determinados grupos de trabajadores, que cargan con las necesidades de reducción de empleo de las empresas. En sentido negativo, no se atiende a que conserven su empleo los más preparados, motivados o productivos, sino que simplemente son despedidos los que salen más baratos en costes y más ágiles en procedimientos. Los perjudicados siempre son los mismos: trabajadores temporales, de edad avanzada y quienes tienen menos antigüedad en la empresa; es decir, desempleo más intenso entre los jóvenes, las mujeres de cualquier edad y los hombres de edad avanzada.

Para empezar, nos encontramos con que las crisis empresariales que por su carácter colectivo deberían instrumentarse a través de los expedientes de regulación de empleo, se intentan eludir, acudiendo como sucedáneo a los trámites individuales, que no favorecen una programación estratégica del conjunto de medidas que requiere una reestructuración que garantice la viabilidad futura de esa empresa. En ocasiones se trata de meras tácticas empresariales de huida de los despidos colectivos, pero tampoco se puede desconocer que ello también se debe a los efectos perversos que produce la aplicación práctica de la legislación sobre la materia.

En paralelo, las elevadas tasas de temporalidad proporciona a las empresas un importante colchón de adaptación a los cambios de ciclo: la contratación temporal no se utiliza en muchas situaciones para atender a necesidades de empleo coyuntural, sino como válvula de escape, para que cuando sobren empleados se comience por no renovar a los temporales, a la vista de que sus costes de despido son muy reducidos y muy fácil el procedimiento para prescindir de ellos. Hasta que no se resuelva este asunto, los demás resultan marginales.

Por añadidura, cuando se agota la bolsa de temporales, se acude a las jubilaciones obligatorias pactadas en los convenios colectivos, que si no son prejubilaciones tampoco conllevan abono de indemnizaciones; con ello, se utiliza otro sistema poco costoso y ágil, pero al propio tiempo de un grupo de empleados de alta experiencia y conocimientos. Cuando se acude a las jubilaciones anticipadas los costes pueden ser superiores, pero también preferidos por quienes negocian las regulaciones de empleo e idénticos los efectos negativos, con expulsión definitiva de la actividad laboral de estos trabajadores muchas veces contra su voluntad.

Cuando se han agotado los mecanismos anteriores, la selección se hace una vez más en función de los costes del despido, con lo cuál quienes tienen todos números de esta lotería desgraciada son los trabajadores fijos con menor antigüedad, de modo que otra vez resulta indiferente si éstos son los más capacitados. Eso sí, a tenor de sucesivas reformas poco afortunadas, se ha acabado incentivando un modelo de todo punto irracional: utilizar el despido improcedente reconocido desde el principio para acometer despidos plenamente justificados en base a demostrables situaciones empresariales de crisis y que, como tales, deberían tramitarse como despidos objetivos procedentes. Ello provoca que la discusión acerca del coste del despido se sitúe en la cuantía del improcedente, cuando debería ser la correspondiente al procedente.

Todo este sistema perverso está provocando efectos muy negativos sobre el empleo, la inversión en formación profesional y la competitividad empresarial. Esta situación debería hacer reconsiderar sus posiciones a los protagonistas del actual proceso de concertación, asumiendo la necesidad de enderezar la situación, acudiendo a la raíz del problema y no efectuando modificaciones que no acometan definitivamente una segmentación laboral que arrastramos desde hace demasiado tiempo. Las formas concretas de abordar estos problemas son variadas, por lo que no entro en los detalles, pues lo primero es que haya predisposición a afrontar desde esta perspectiva las necesarias reforma en la materia.

domingo, 14 de marzo de 2010

TREINTA AÑOS DEL ESTATUTO DE LOS TRABAJADORES

Se cumplen justamente estos días los 30 años de la aprobación del Estatuto de los Trabajadores, exactamente publicado en el Boletín Oficial del Estado el 14 de marzo de 1980. Ha sido un período ya prolongado de vida de un texto legal emblemático en la historia reciente de las relaciones laborales. Con el paso del tiempo se ha convertido en un referente de nuestro modelo laboral democrático propio de un Estado social. En su momento no fue por su contenido ni por su técnica especialmente innovador, incluso no llegó a considerarse que supusiera una transformación sustancial de la legislación laboral. Sin embargo, visto ahora con la suficiente perspectiva y valorado en lo que significa en la actualidad, sí que se ha convertido en todo un símbolo de bondades, particularmente como síntoma de la capacidad de todos los protagonistas de las relaciones laborales de lograr puntos de equilibrio en los legítimos intereses de cada uno, que nos permite aprender bastantes cosas de cómo hay proyectos comunes que se pueden acometer con un cierto optimismo de futuro, tan necesitado hoy, y no sólo fundado en el voluntarismo.

Entonces no se utilizaban expresiones tan conocidas ahora como las de “concertación social” o “diálogo social”, pero sí que se practicaban y existía una muy fuerte predisposición al consenso, tanto político como sindical. Tan es así que el Estatuto de los Trabajadores, por su fecha de elaboración, coincide con el de las grandes leyes de desarrollo de nuestra Constitución, formando parte de las herramientas que permitieron nuestra transición hacia la democracia, hacia un país moderno y desarrollado. En aquellos momentos el Parlamento era una institución dinámica de una enorme vitalidad, donde, junto a la imprescindible pluralidad y conflictividad, se lograban acuerdos a muy diversos niveles. Baste con recordar que, aunque formalmente hubiera bastado con su aprobación por mayoría simple, se logró que lo fuera por una abrumadora mayoría, con el apoyo de casi la totalidad de los grupos parlamentarios de peso. No es tampoco anecdótico que en aquellos instantes eran Diputados en las Cortes los secretarios generales de los dos grandes sindicatos, quienes igualmente participaron activamente en los debates parlamentarios y en el logro del consenso. A pesar de que en su origen la mención al Estatuto de los Trabajadores se incorporó en la Constitución Española como una bandera de la izquierda, tomando como referencia una muy simbólica Ley italiana del mismo nombre, acabó convirtiéndose en un instrumento legal de menor ambición, pero al propio tiempo de mayor capacidad para unir y fijar fórmulas que han cuajado posteriormente precisamente gracias a su aceptación generalizada y a su legitimación social. Todo ello le ha permitido blindarse frente a cambios bruscos y sobrevivir en sus esencias con los cambios de mayoría parlamentaria legislatura tras legislatura.

En todo caso, una de las principales virtudes del Estatuto ha sido la de saber evolucionar como un texto vivo, que no se ha anquilosado ni petrificado, de enorme flexibilidad como requieren los tiempos que vivimos, pues ninguno de sus contenidos se ha considerado intocable ni nada de lo regulado se ha tratado como un tótem. Prueba de ello es que a lo largo de su existencia se ha reformado en 38 ocasiones, con una periodicidad que da una media superior a una reforma por año. Aunque en unos casos hayan sido cambios de mayor calado y otros de menor envergadura, con seguridad es la norma más sensible a los cambios políticos, sociales, culturales y económicos que se han vivido a lo largo de todo este tiempo. Ya en su propio arranque, la versión inicial de inicios de los ochenta incorporaba cambios respecto al modelo precedente, donde se puede hoy en día apreciar como era una norma que comenzaba a ser sensible a las profundas transformaciones económicas que se venían produciendo en el sistema productivo, de modo que tanto se preocupaba por garantizar derechos a los trabajadores como de proporcionar instrumentos de flexibilidad a las empresas. Y ello ha constituido una constante en todas las reformas precedentes.

En estas fechas en las que se vislumbra una nueva reforma laboral, más allá de la voluntad de pactarlo, no dejan de apreciarse riesgos de bloqueo. En mucho se debe a un fuerte temor a los efectos de los cambios, lo que provoca actitudes conservadoras, un vital pesimismo de que toda modificación siempre lo será a peor, con tácticas de asumir el menor riesgo posible. La capacidad demostrada de adaptabilidad del Estatuto a los cambios externos con la compensación de la también necesaria prudencia, podría constituir una importante lección a aprender de la experiencia vivida.

En suma, no hay más que felicitarse por estos treinta años y desear larga vida al Estatuto de los Trabajadores, especialmente manteniendo esas señas de identidad, como resultado de la concertación social y de la flexibilidad en la búsqueda del equilibrio de intereses.