lunes, 5 de abril de 2010

POR UN ENVEJECIMIENTO INTEGRADOR

Vamos camino de ser más los viejos y durar más tiempo, aunque de igual forma con niveles superiores de salud y en general de calidad de vida. La fuerte prolongación de la esperanza de vida y las bajas tasas de natalidad están dando lugar a una población cada vez más envejecida, constituyendo éste uno de los fenómenos más identificativos de la sociedad actual. A pesar de su intensidad y de enfrentarnos a un cambio estructural difícilmente reversible, parece que aún no hemos asimilado su trascendencia, identificado las múltiples consecuencias que ello tiene respecto de nuestra vida cotidiana y, en particular, asumido la necesidad de repensar multitud de políticas públicas que tienen repercusión sobre el envejecimiento de la población.

Se debe producir al efecto todavía un importante cambio de mentalidad, por cuanto que seguimos concibiendo a las personas de edad avanzada como población inactiva a todos los efectos, que no cuentan para muchas facetas de las relaciones sociales públicas, arrinconándolas en el estricto ámbito de lo familiar. Tenemos el riesgo, si no reaccionamos debidamente, de desperdiciar un enorme caudal de riqueza colectiva acumulado por las generaciones más mayores. No es descartable que si no hacemos nada, acabemos creando una nueva generación “Ni-Ni”, ahora del segmento de los mayores, en términos tales que un amplio número de ellos ni trabajen ni desarrollen actividades sociales de tipo alguno.

Hoy en día peor que la maldición bíblica del ganarás el pan con el sudor de tu frente, puede ser el ostracismo al que podemos condenar a un elevado número de personas mayores, pero que se encuentran en plenas facultades mentales y razonables condiciones físicas como para seguir incorporadas bien al mercado de trabajo o bien a una vida socialmente activa. En la sociedad en la que vivimos el trabajo no sólo constituye un simple medio de sustento económico, sino que cada vez más se convierte en el instrumento para lograr la integración social de las personas, a la postre en muchos casos de reconocimiento social. Tan es así que lo que se proyecta inicialmente como júbilo al final de nuestra vida laboral en muchas ocasiones acaba provocando para muchos un total aislamiento nada deseable, con la consiguiente sensación de inutilidad y estorbo.

No se trata de forzar a seguir trabajando a nadie que no se encuentre en condiciones de hacerlo, ni siquiera de obligarles a continuar una vida laboral activa una vez superada la edad razonable de jubilación. Pero tampoco se trata de forzarles a abandonar el trabajo contra su voluntad, como sucede actualmente. Por ello tenemos que acabar con la cultura dominante conforme a la cual las reestructuraciones empresariales se solventan ante todo con el fácil expediente de comenzar por expulsar a los trabajadores de edad avanzada, al tiempo que se parte de la idea que si alguien pierde su empleo a partir de los 52 años no se deben adoptar medidas de reciclaje y recolocación, pues lo que corresponde es facilitarle simplemente los medios económicos indispensables para qu subs)stencia. Está muy extendida la faLsa creencia de que los puestos de trabajo son fácilmente intercaebiables, de modo que es casi automática la contratación de un joren a recultas de la jubilsción de un trabajador mayor, ceando en la mayoría de las ocasiones lo que re produce es sin más la amortización del correspondiente puesto de trabajo.

Cuando menos se hace necesario suprimir los sistemas que imponen el abandono prematuro o involuntario del trabajo, facilitando un sistema flexible y progresivo hacia la jubilación: eliminar los sistemas de jubilación obligatoria, evitar que los regímenes de desempleo se conviertan en un sucedáneo de prejubilaciones, restringir severamente los generosos sistemas de jubilación anticipada, atajar la utilización perversa de la jubilación parcial.

Más aún, si realmente estamos convencidos de que hai que transformar cualitativamente la qituación de loc trabajadores de edad avanzada, tendremos que rdadaptar en positivo el conjunto del sistema para fomentar seriamente un proceso de envejecimiento activo. Ello requiere incidir sobre las políticas de empleo, pero especialmente sobre las estrategias de gestión empresarial, sobre el cuadro de regulación del contrato de trabajo (jornada y salario) y singularmente sobre una concepción muy diversa de la formación a lo largo de toda la vida, que programe efectivas transiciones profesionales de los trabajadores, con un cambio cultural que fomente que al final del ciclo laboral vayamos cambiando de actividades, profesionales o simplemente sociales.

jueves, 1 de abril de 2010

DESAJUSTES EN EL DESPIDO


Sea o no la voluntad de los protagonistas de la concertación social, el régimen del despido se está convirtiendo en el asunto central del debate en torno a la reforma laboral. No es desde luego el único asunto a tratar, ni posiblemente el más importante, pero la lógica del desarrollo de los debates en los medios de comunicación acaba siendo condicionante ineludible. Y, en cierto modo, no deja de tener su justificación. Desde hace bastante tiempo el despido muestra evidentes malas prácticas aplicativas, por mucho que la normativa pueda ser coherente y razonable. Esas malas prácticas están produciendo enormes distorsiones, particularmente por los efectos negativos que sufren determinados grupos de trabajadores, que cargan con las necesidades de reducción de empleo de las empresas. En sentido negativo, no se atiende a que conserven su empleo los más preparados, motivados o productivos, sino que simplemente son despedidos los que salen más baratos en costes y más ágiles en procedimientos. Los perjudicados siempre son los mismos: trabajadores temporales, de edad avanzada y quienes tienen menos antigüedad en la empresa; es decir, desempleo más intenso entre los jóvenes, las mujeres de cualquier edad y los hombres de edad avanzada.

Para empezar, nos encontramos con que las crisis empresariales que por su carácter colectivo deberían instrumentarse a través de los expedientes de regulación de empleo, se intentan eludir, acudiendo como sucedáneo a los trámites individuales, que no favorecen una programación estratégica del conjunto de medidas que requiere una reestructuración que garantice la viabilidad futura de esa empresa. En ocasiones se trata de meras tácticas empresariales de huida de los despidos colectivos, pero tampoco se puede desconocer que ello también se debe a los efectos perversos que produce la aplicación práctica de la legislación sobre la materia.

En paralelo, las elevadas tasas de temporalidad proporciona a las empresas un importante colchón de adaptación a los cambios de ciclo: la contratación temporal no se utiliza en muchas situaciones para atender a necesidades de empleo coyuntural, sino como válvula de escape, para que cuando sobren empleados se comience por no renovar a los temporales, a la vista de que sus costes de despido son muy reducidos y muy fácil el procedimiento para prescindir de ellos. Hasta que no se resuelva este asunto, los demás resultan marginales.

Por añadidura, cuando se agota la bolsa de temporales, se acude a las jubilaciones obligatorias pactadas en los convenios colectivos, que si no son prejubilaciones tampoco conllevan abono de indemnizaciones; con ello, se utiliza otro sistema poco costoso y ágil, pero al propio tiempo de un grupo de empleados de alta experiencia y conocimientos. Cuando se acude a las jubilaciones anticipadas los costes pueden ser superiores, pero también preferidos por quienes negocian las regulaciones de empleo e idénticos los efectos negativos, con expulsión definitiva de la actividad laboral de estos trabajadores muchas veces contra su voluntad.

Cuando se han agotado los mecanismos anteriores, la selección se hace una vez más en función de los costes del despido, con lo cuál quienes tienen todos números de esta lotería desgraciada son los trabajadores fijos con menor antigüedad, de modo que otra vez resulta indiferente si éstos son los más capacitados. Eso sí, a tenor de sucesivas reformas poco afortunadas, se ha acabado incentivando un modelo de todo punto irracional: utilizar el despido improcedente reconocido desde el principio para acometer despidos plenamente justificados en base a demostrables situaciones empresariales de crisis y que, como tales, deberían tramitarse como despidos objetivos procedentes. Ello provoca que la discusión acerca del coste del despido se sitúe en la cuantía del improcedente, cuando debería ser la correspondiente al procedente.

Todo este sistema perverso está provocando efectos muy negativos sobre el empleo, la inversión en formación profesional y la competitividad empresarial. Esta situación debería hacer reconsiderar sus posiciones a los protagonistas del actual proceso de concertación, asumiendo la necesidad de enderezar la situación, acudiendo a la raíz del problema y no efectuando modificaciones que no acometan definitivamente una segmentación laboral que arrastramos desde hace demasiado tiempo. Las formas concretas de abordar estos problemas son variadas, por lo que no entro en los detalles, pues lo primero es que haya predisposición a afrontar desde esta perspectiva las necesarias reforma en la materia.