En estos momentos de intensa dificultad económica todas las miradas y las reclamaciones se dirigen hacia el Gobierno de España. Hay una cierta idea extendida de que las soluciones deben provenir del Gobierno, sin que falte cierta razón a ello por cuanto que las reformas estructurales que se deben acometer dependen en gran medida de él y, sobre todo, porque a él le corresponde asumir el liderazgo político en estos momentos y la capacidad pedagógica de hacer comprender a toda la ciudadanía el difícil camino que se nos avecina.
Sin embargo, también es decisivo ser conscientes de que tanto nuestro sistema institucional como nuestro entramado social presentan una enorme complejidad, al extremo de que sin la colaboración de todos los poderes políticos y sociales poca efectividad tendrá el conjunto de medidas que se acometan desde el poder central. Sin que nadie renuncie al papel representativo que le corresponde, en estos momentos ha de reclamarse un mínimo de lealtad institucional. Las Administraciones autonómicas y locales, sin dejar de defender los intereses territoriales a los que representan, deben actuar con coherencia a lo que en paralelo le exigen al Gobierno central. La oposición, sin renunciar a su aspiración de convertirse en alternativa de poder, no puede criticar lo que en su fuero interno asume como necesario y haría en los mismos términos de ganar las próximas elecciones. Jueces y juristas, sin dejar de reclamar el pleno respeto a nuestro Estado de Derecho, asumiendo la complejidad de nuestro sistema legal, deberían colaborar proponiendo y facilitando aquellas fórmulas que ayuden a materializar las medidas necesarias, no situándose en la cómoda posición de resaltar la imposibilidad de articularlas. Quienes escriben en los medios, sin dejar de asumir el papel crítico que les corresponde, deberían ser prudentes en sus valoraciones antes que sucumbir a la fácil tentación de la propagación de rumores infundados.
Es en ese contexto donde también es esperable la colaboración de las organizaciones sindicales y empresariales en aquél ámbito en el que poseen el mayor grado de influencia y responsabilidad: la negociación colectiva. A veces se espera que una reforma laboral provenga esencialmente del cambio de la legislación, bastando con una orden dirigida al Boletín Oficial del Estado. Hoy, por el contrario, la complejidad de nuestro mercado y de las relaciones laborales muestra que al final son los convenios colectivos quienes marcan la evolución de los salarios, las posibilidades reales de un régimen de estabilidad en el empleo, la viabilidad de introducir mecanismos de flexibilidad interna sin necesidad de acudir a las decisiones más traumáticas de los despidos. Lo pactado en los convenios adquiere mayor importancia cuando, a resultas de nuestra plena integración monetaria en el euro, los Gobiernos nacionales ya no pueden acudir al fácil expediente de proceder a una fuerte devaluación de las monedas nacionales, tal como se hizo en crisis precedentes. El problema es que el convenio colectivo es un buen instrumento de reparto de la riqueza en los momentos de crecimiento, pero ahora se le exige que se transforme en un mecanismo de distribución de la pobreza, a la vista de que una crisis económica lo que saca a la luz es que todos nos hemos hecho más pobres. Se hace urgente, pues, que las organizaciones sindicales y empresariales aborden con decisión el compromiso que asumieron a principios de año de proceder a efectuar en el plazo de seis meses una reforma de la negociación colectiva: “su papel como procedimiento de fijación de las condiciones laborales y de determinación de las políticas de empleo, su capacidad de adaptación a las necesidades de los trabajadores, las empresas y sectores productivos y la mejora de la productividad, así como la estructura de la propia negociación”. No dudo que las Confederaciones sindicales estarán a la altura de las circunstancias, pues así lo han demostrado en el pasado.
Eso sí, de exigirse sacrificios, ello ha de hacerse con las correspondientes compensaciones y con un reparto equitativo entre todos. Ello ha de hacerse con compromisos de reparto de la riqueza cuando en el futuro las cosas vengan mejor dadas y ello no a través de meras declaraciones de intenciones. Como es exigible también que ciertos banqueros renuncien a esas pensiones desorbitadas que se aseguran a través de contratos blindados, algún gesto de apretarse el cinturón a esos cracks del deporte que ganan cantidades obscenas y, en general, de quienes más elevado patrimonio poseen.