Nos enfrentamos a una de las reformas laborales de mayor calado de las efectuadas hasta el presente. Aunque se enmarca en el difícil contexto de la crisis económica y de empleo, las medidas que se contemplan no se establecen con carácter transitorio, sino que pretenden ser permanentes y, por tanto, tienen el carácter de reformas estructurales. Algunas medidas pueden ser valoradas positivamente, como son las relativas a la flexibilidad interna, la profundización en los mecanismos de formación profesional y las relativas a las empresas de trabajo temporal. Otras son relativamente fáciles de ponderar en cuanto a los efectos previsibles, especialmente las que afectan a los cambios en el régimen de los despidos.
En todo caso, lo más preocupante pueden ser los efectos aparentemente no contemplados, que incluso pueden provocar consecuencias opuestas a lo que públicamente se afirma que se pretende. Como decía el inolvidable Luis Toharia, “los únicos efectos grandes que suelen tener los cambios normativos del mercado de trabajo son precisamente aquellos que nadie previó”. Y justamente esto es lo que puede suceder con la actual reforma. Basten dos ejemplos.
Por un lado, algunas de las medidas adoptadas en materia de contratación y de despido pueden provocar un efecto de reforzamiento de la rotación en el mercado de trabajo, con debilitamiento práctico de la estabilidad en el empleo y mantenimiento de la dualidad del mercado de trabajo. Por ejemplo, el nuevo potente contrato para empresas de menos de 50 trabajadores, al desnaturalizar la figura del periodo de prueba (al extremo de que provoca dudas respecto de su compatibilidad con la exigencia constitucional de causalidad de la extinción contractual) puede dar lugar a una generalización de contratos formalmente indefinidos pero que en la práctica no duren más allá del año; o bien que se extingan a los tres años de duración, cuando concluya el período bonificado por las ayudas públicas. Es fácil que esta regulación de la nueva modalidad contractual, sin quererlo, invite al encadenamiento de contratos, ya que ni se prohíbe la sustitución por otro de igual naturaleza con otro trabajador a su conclusión, ni se exige que con el mismo se produzca una creación neta de empleo.
De otro lado, la universalización de los mecanismos de descuelgue de los convenios colectivos puede provocar un efecto distorsionador de nuestra negociación colectiva, con resultados negativos de muy diversa índole para los intereses de unos y de otros. La amplitud de las causas justificativas, que no se conectan con los riesgos de destrucción de empleo ni siquiera precisan de una situación de dificultad económica en la empresa, unido al procedimiento de inaplicación que se contempla, pueden dar lugar a una nada aconsejable desarticulación de nuestro sistema de negociación colectiva, que con todos sus defectos no es conveniente debilitar. A mayor abundamiento, el mecanismo acaba materialmente imponiendo un arbitraje obligatorio, por mucho que éste se camufle, incurriendo una vez más en los problemas en otras ocasiones detectados de inconstitucionalidad de este tipo de fórmulas.
Publicado en el diario El País el 12 de febrero de 2012