Las recientes sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea sobre contratación laboral han provocado un intenso debate acerca de la regulación sobre la materia. Estas resoluciones han condenado de manera reiterada al Gobierno español por la falta de adecuación de nuestra legislación laboral a las previsiones contenidas en la Directiva de la Unión en materia de contratación de duración determinada.
Sin embargo, el debate ha acabado centrándose en la indemnización que debe corresponder a todos los temporales con motivo de la extinción de cualquier contrato, lo que en gran medida ha desviado la atención de lo que a mi juicio constituye el problema principal en esta materia: la excesiva tasa de temporalidad de nuestro mercado de trabajo, tradicionalmente la más elevada de todos los países de la Europa comunitaria y que vuelve a incrementarse apenas se produce la recuperación del empleo en nuestro mercado de trabajo. Ello se ve acentuado por la tendencia a la reducción de la duración media de los contratos de trabajo, así como de un incremento de los contratos de muy corta duración y, a la postre, la continuidad en el uso fraudulento de la contratación temporal legalmente permitida; todo lo cual desemboca en unas desproporcionadas tasas de rotación en el mercado de trabajo, acentuando al máximo la inestabilidad laboral y, con ella, tanto la seguridad de los trabajadores como la productividad empresarial.
La respuesta vía el incremento indiscriminado de la indemnización por extinción de la contratación temporal no es la respuesta más adecuada a este problema, pues trata por igual a la contratación temporal justificada y a la abusiva, sin que ello constituya un auténtico desincentivo a esta última. Si a resultas de ello, se acorta mucho la diferencia de costes entre la contratación temporal justificada y la abusiva, al extremo que si añadimos a ello los costes judiciales para las empresas, se acaba acentuado --aunque sea involuntariamente-- que las empresas estén dispuestas a asumir los riesgos de sufrir penalizaciones menores por la contratación temporal fraudulenta. A ello se añaden dos elementos más, que en ningún caso se ven atajados por el incremento de la indemnización por extinción de la contratación temporal. De un lado, que la alta estacionalidad de ciertos sectores productivos de la economía española es la que provoca tasas elevadas de temporalidad, que en ningún casos se van a reducir porque se eleve la indemnización de todos los contratos temporales. De otro lado, que no es casual que las sentencias del Tribunal Europeo hayan resuelto concretas situaciones de excesos en la contratación temporal por parte de las Administraciones Públicas, que la experiencia nos demuestra que no se atajan por medio de la elevación de los costes laborales, ni siquiera por medio de condenas pecuniarias a la Administración como tal por conductas ilícitas de sus gestores.
A la vista de todo lo anterior, sería conveniente reconducir el debate a lo que continúa siendo la distorsión principal de nuestro mercado de trabajo: su elevada rotación a resultas de la excesiva tasa de temporalidad de la contratación laboral. La respuesta no puede ser sino sobre la premisa de establecer un régimen de intensa separación de tratamiento entre la contratación temporal justificada y la abusiva, con amplia permisión de la primera y contundente penalización de la segunda; en paralelo, la necesaria reorientación de nuestro modelo económico hacia un patrón de crecimiento basado en la innovación y la productividad, que fomente empleos más estables y desincentive la precariedad laboral; y sin olvidar la necesaria reestructuración del empleo público, donde las Administraciones Públicas adopten criterios de gestión de su personal mucho más racionales y que rompan con las lógicas perversas que desembocan en un abuso en su seno también de la contratación temporal.