Las Universidades
españolas en los últimos años se están sometiendo a un ojo escrutador público
muy intenso, en algunas ocasiones con una presunción de que se está
deteriorando notablemente la calidad de la formación que proporcionan, no
respondiendo debidamente al perfil de los profesionales que demanda el mercado,
al tiempo que las Universidades pierden protagonismo en su participación en el
desarrollo de la investigación potente orientada a la innovación y el
desarrollo que necesita el país. En muchas ocasiones tales consideraciones
críticas resultan sobradamente fundadas, si bien al propio tiempo estamos
escasos de evaluaciones objetivas de resultados que detecten donde se
encuentran los fallos; unas evaluaciones que acierten especialmente en las
medidas más apropiadas para reorientar el rumbo de una institución que debe ser
central en tantas vertientes de la sociedad compleja que vivimos. Eso sí, a
veces se olvida que la Universidad también ha sufrido un notable deterioro
derivado de la reducción del gasto público, con notable presión sobre quienes
la gestionan y prestan el correspondiente servicio público.
Este contexto con toda
seguridad no es el más adecuado para efectuar parcheos, medidas que retocan aspectos
aislados del sistema, sin considerar el impacto que tienen sobre el resto del
modelo y, desde luego, que se presentan en el peor momento. Poco recomendable
resulta empezar exclusivamente a actuar sobre la duración del actual sistema de
grados universitarios, como si se pudiera tocar sólo ese elemento sin
reconsiderar el resto del modelo. Por ejemplo, no se toma en consideración qué
impacto puede tener todo ello sobre las asignaturas básicas del primer año, la
subsistencia de los erasmus, la pervivencia de las prácticas externas de los
alumnos o la función del trabajo fin de grado. En definitiva, se cambia una
importante ficha del edificio sin explicar donde se encuentra su efectivo
fundamento, sin presentar el imprescindible estudio previo de diagnóstico y objetivos,
así como la ponderación de costes económicos de todo ello.
Resulta obligado tener
en cuenta que en estos momentos apenas han salido dos promociones del actual
sistema de grados a cuatro años y ya se pretende cambiarlo, que desde fuera el
mercado de trabajo apenas tiene capacidad para conocer las diferencias entre
unas formaciones y otras para selección de su personal, que un proceso de
cambio de planes de estudios supone un ingente número de horas de trabajo para
el conjunto del profesorado que desvían el esfuerzo cotidiano, etc.
En todo caso, lo más
difícil de comprender es la razón de ser del cambio que se propone. Así, el
Real Decreto recién aprobado viene a defender que el actual sistema español
difiere por completo del que funciona en el resto de Europa, cuestión más que
discutible cuando se observan notables diferencias entre unos y otros Estados y
algunos de ellos están ahora arrepentidos de haber hecho ciertos cambios e
igual los reconsideran. En todo caso, aceptando que es cierto que es precisa
una homogeneización con el resto de Europa, lo que no puede decirse al mismo
tiempo es que se ofrece un sistema flexible, derivando a cada Universidad que
decida la duración que quiere establecer para sus títulos. Efectivamente, es
cierto que resulta necesaria una homogenización de las titulaciones, pero en
tal caso el Gobierno de la nación debería coger el toro por los cuernos y
decidir cuál es la duración más adecuada, pues de lo contrario tendremos un
resultado caótico. Salvo que todo sea ficticio, un puro artificio, por cuanto
que después en el fondo lo que se pretenda sea obligar, por vía de la
financiación ofrecida a las Universidades, a programar todos los grados con
idéntica duración, o bien porque una vez que una Universidad introduce los grados
de tres años, acabaremos todos a una como Fuenteovejuna.
Es cierto que hace falta
flexibilidad en esta materia, pero no para que cada Universidad establezca un
criterio distinto, sino flexibilidad según la naturaleza de los estudios. Lo
que casi nadie se atreve a reconocer es que hay cierto tipo de estudios que
requieren grados de mayor duración y otros de menos, pero a igualdad de
estudios la misma duración en todas y cada una de la Universidades. Claro que,
para hacer esto, de nuevo es preciso que de manera unificada se fijen a nivel
estatal qué estudios requieren tres años y cuáles cuatro años. Y, obviamente,
para todo ello es preciso que también a nivel estatal se fije un catálogo
unificado de titulaciones, así como unas directrices básicas comunes de los
contenidos de cada título, pues lo contrario nos reconduce a intereses
corporativos internos que en nada velan por los generales del sistema. Sólo con
ese marco básico común a nivel estatal se puede lograr realmente una auténtica
y necesaria homogeneización con Europa.
PUBLICADO EN EL DIARIO DE SEVILLA EL 16 DE FEBRERO DE 2015