Han transcurrido más de tres décadas desde
que Adolfo Suárez asumió la dirección del Gobierno de la nación y, a pesar del
dilatado tiempo pasado, su presencia resulta bastante viva, y por ello, para
las generaciones que lo vivimos, difícilmente es mera historia. Su gestión y
las de quienes participaron directa o indirectamente en la misma han dejado una
profunda huella, de modo que apenas nos detengamos a analizar la actual
realidad política, jurídica y social, resulta relativamente fácil percibir el
impacto que ha tenido.
Dejando al margen la evidente trascendencia de la elaboración del texto constitucional de 1978, dos grandes hitos marcaron las relaciones laborales del periodo de Gobierno de Suárez: la consecución de los Pactos de la Moncloa en octubre de 1977 y la aprobación del Estatuto de los Trabajadores de marzo de 1980. El primero de ellos se abordó en un más que complejo escenario, en el que aún no estaba resuelto el dilema de si las nuevas Cortes iban a abordar un proceso constituyente; al mismo tiempo, se vivían momentos bien difíciles desde el punto de vista económico, con tasas de inflación alarmantes. Tales pactos implicaban amplios y detallados acuerdos tanto en el ámbito de la construcción del nuevo modelo democrático como de actuación estructural sobre la economía y el mercado de trabajo, con concretas medidas en este último terreno.
El segundo de los hitos, el Estatuto de los Trabajadores, bien es sabido que constituye el pilar normativo de referencia del sistema de relaciones laborales en nuestro país, de modo que, a pesar de las múltiples reformas a las que se ha sometido durante toda su vigencia, contiene elementos inmutables que constituyen la base de nuestro modelo laboral y que siguen siendo seña de identidad en este ámbito.
En el análisis de los contenidos materiales de esos dos grandes hitos de intervención del periodo de Adolfo Suárez podrá discreparse respecto de sus aportaciones positivas o menos de los intereses en juego y de la evolución de nuestra economía y de la calidad del empleo; hay luces y sombras, pero por encima de todo aparece un elemento de indiscutible valía, que por sí solo merece el aplauso unánime: la voluntad de gestionar esas políticas de reforma desde el consenso, y la construcción de un modelo laboral en el que la inmensa mayoría de sus protagonistas pudieran sentirse mínimamente cómodos y con instrumentos efectivos para la defensa de sus respectivos objetivos. Desde luego, concurría un elemento coyuntural que le forzó a hacerlo así -la ausencia de mayoría parlamentaria-, pero sobre todo había un convencimiento personal de que sólo por la vía del consenso se podían acometer las medidas políticas y económicas de envergadura que requerían el momento.
Los pactos de la Moncloa se cerraron sobre la premisa básica de que era inexcusable lograr el apoyo de todos los partidos políticos que representaban a la oposición democrática, buscando en paralelo la complementaria aprobación de las organizaciones sindicales y empresariales representativas del país. El Estatuto de los Trabajadores en su versión original es el resultado de un intenso esfuerzo de consenso en el curso de su tramitación parlamentaria, que desemboca en su aprobación con el apoyo directo de los principales grupos parlamentarios, comenzando por los dos grandes partidos políticos que en un contexto de reforzado bipartidismo se preveían iban a alternarse en el poder durante las siguientes décadas, como así ha sido hasta el momento presente. Más aún, la concreta regulación sobre importantes aspectos, en concreto sobre la negociación colectiva, fue una simple incorporación a su texto del Acuerdo Básico Interconfederal de 1979 firmado por la patronal CEOE y el sindicato UGT. Todo ello fue fruto de un ambiente general, de la colaboración de muchos, pero el impulso y convencimiento de Suárez fue decisivo para facilitar el discurrir del proceso político y económico en esas claves de consenso.
No cabe añoranza del pasado y mucho menos esperar que se repitan las mismas prácticas políticas y sociales de entonces, entre otras razones porque aquéllas se produjeron en un contexto irrepetible y de manifiesta excepcionalidad; incluso habría que afirmar que su pervivencia sería, de hecho, contraria a las lógicas de las mayorías propias de cualquier sistema democrático. Pero siempre es útil aprender de las buenas prácticas del pasado. También lo es saber que la voluntad de Suárez fue imprescindible para que nuestro modelo de relaciones laborales alcanzara cierta estabilidad, un modelo basado, para comenzar, en niveles muy reducidos de conflictividad. Y, sobre todo, resulta oportuno recordar que el intenso desarrollo que ha venido adquiriendo la concertación laboral durante largas décadas, de fuerte protagonismo de las organizaciones sindicales y empresariales más representativas, con resultados indudablemente positivos, se debe al asentamiento de una cultura del consenso laboral que hoy todavía perdura, por mucho que la confrontación política se desarrolle conforme a claves divergentes. A él se lo debemos y es de justicia reconocerlo en estos momentos.
Publicado en Diario de Sevilla el 24 de marzo de 2014