Todas las
innovaciones tecnológicas eliminan la necesidad de realizar las actividades más
rutinarias y repetitivas, de modo que de manera directa destruyen bastante
empleo, especialmente el de menor cualificación, si bien de manera indirecta
provocan la creación de nuevas profesiones de mayor nivel aunque sea con menor
intensidad. Este fenómeno, especialmente
perceptible desde la primera revolución industrial, se produce emblemáticamente
con la introducción de las tecnologías de la información y las comunicaciones. Lo
que sucede es que, además, estas últimas tecnologías coinciden con la
globalización económica y ésta con el desplazamiento hacia los países
emergentes de las actividades industriales que proporcionan los empleos menos
cualificados y peor retribuidos. Esto explica en gran medida que un país como
España, situado en un terreno intermedio, presente enormes problemas
estructurales de desempleo, que sólo pueden superarse si somos capaces de
reorientar nuestra economía hacia la innovación y la creación de empleo en esas
nuevas actividades que ofrecen trabajos de elevada cualificación.
En todo caso,
lo anterior resulta bastante sabido, mientras que algo sobre lo que no se ha
llamado tanto la atención es el impacto económico que tienen las nuevas
tecnologías sobre el consumo. Lo más conocido es que la incorporación de nuevas
técnicas de producción provoca un notable abaratamiento de los costes, tiende a
bajar los precios, permitiendo el acceso al consumo a un número cada vez más
amplio de la población, con un generalizado beneficio para los consumidores que
conservan su empleo y tienen unos ingresos mínimos. Sin embargo, lo que pasa
más inadvertido es cómo aparecen nuevas formas de consumo, que acaban dañando
notablemente el empleo.
De una parte,
las nuevas tecnologías están provocando que el consumidor pueda acceder a
productos o servicios sin tener que acudir a quienes los ofrecen al mercado a través
de empresas que desarrollan una actividad económica y, por tanto, crean empleo.
En muchas ocasiones, el consumidor deja de acudir a los servicios ofrecidos por
las empresas, por cuanto que encuentra lo mismo de manera directa proporcionado
por particulares que lo ofrecen sin crear empleo a precios mucho más reducidos
o incluso de forma gratuita. Baste con mencionar ejemplos tales como las
descargas gratuitas de productos culturales a través de internet (música,
películas), el acceso gratuito a la información en la red, las fórmulas de
desplazamiento a través del hoy en día muy popular “blablacar”, la búsqueda de
alojamiento gratuito a cambio de simple compañía, el trueque de servicios, etc.
Aparentemente, se trata de intercambios sociales inocentes y de enorme valía
por lo que suponen de intercambio cultural, que no tienen mayor repercusión
económica. Sin embargo, por la dimensión que pueden adquirir, pueden llegar a
tener un impacto indirecto enorme sobre el mantenimiento de muchos empleos. Lo
más paradójico de todo es que son los jóvenes los más propensos al uso de estas
nuevas fórmulas de obtención de productos o servicios sin acudir al mercado,
cuando al propio tiempo son quienes sufren con mayor intensidad las situaciones
de desempleo.
En paralelo,
las nuevas tecnologías están provocando también que en muchas ocasiones a los
consumidores se les ofrezcan productos o servicios inacabados, de modo que
ellos deben realizar actividades previas para disfrutar de los mismos: la
compra de muebles desmontados que el consumidor debe ensamblar, la adquisición
de productos electrónicos que deben instalarse, el suministro personal del
combustible del automóvil, la manipulación
del cajero automático o la cantidad de servicios adquiridos a través de
internet con un trabajo añadido del consumidor. De este modo, el consumidor
realiza actividades que serían efectuadas por trabajadores de serles entregado
el producto o servicio completo.
Se me dirá, y es en
gran medida plenamente cierto, que se trata de procesos irreversibles, que es
ilusorio pretender ponerle puertas al campo, establecer mecanismos que frenen
un proceso imparable. Al final el precio determina decisivamente al consumidor
y es impensable que reclame un servicio más completo asumiendo un mayor costo
por ello. En todo caso, lo que tampoco se puede admitir es que al consumidor no
se le ofrezca alternativa real, pues en ocasiones se le obliga a adquirir el
producto o servicio en esas condiciones, lo quiera o no, de modo que al final
se distorsiona la competencia, por cuanto que al consumidor ya sólo se le
ofrece un solo producto o servicio. Habría que ver hasta qué punto sería conveniente favorecer ciertos
cambios en los comportamientos, incluso mediante regulaciones más exigentes que
los faciliten, de modo que en ocasiones el consumidor prefiriese adquirir menos
productos o servicios, pero más acabados y de más calidad y, al mismo tiempo, incorporando
más oportunidades de empleo.
Publicado en DIARIO DE SEVILLA el 15 de septiembre de 2014