Sea o no la voluntad de los protagonistas de la concertación social, el régimen del despido se está convirtiendo en el asunto central del debate en torno a la reforma laboral. No es desde luego el único asunto a tratar, ni posiblemente el más importante, pero la lógica del desarrollo de los debates en los medios de comunicación acaba siendo condicionante ineludible. Y, en cierto modo, no deja de tener su justificación. Desde hace bastante tiempo el despido muestra evidentes malas prácticas aplicativas, por mucho que la normativa pueda ser coherente y razonable. Esas malas prácticas están produciendo enormes distorsiones, particularmente por los efectos negativos que sufren determinados grupos de trabajadores, que cargan con las necesidades de reducción de empleo de las empresas. En sentido negativo, no se atiende a que conserven su empleo los más preparados, motivados o productivos, sino que simplemente son despedidos los que salen más baratos en costes y más ágiles en procedimientos. Los perjudicados siempre son los mismos: trabajadores temporales, de edad avanzada y quienes tienen menos antigüedad en la empresa; es decir, desempleo más intenso entre los jóvenes, las mujeres de cualquier edad y los hombres de edad avanzada.
Para empezar, nos encontramos con que las crisis empresariales que por su carácter colectivo deberían instrumentarse a través de los expedientes de regulación de empleo, se intentan eludir, acudiendo como sucedáneo a los trámites individuales, que no favorecen una programación estratégica del conjunto de medidas que requiere una reestructuración que garantice la viabilidad futura de esa empresa. En ocasiones se trata de meras tácticas empresariales de huida de los despidos colectivos, pero tampoco se puede desconocer que ello también se debe a los efectos perversos que produce la aplicación práctica de la legislación sobre la materia.
En paralelo, las elevadas tasas de temporalidad proporciona a las empresas un importante colchón de adaptación a los cambios de ciclo: la contratación temporal no se utiliza en muchas situaciones para atender a necesidades de empleo coyuntural, sino como válvula de escape, para que cuando sobren empleados se comience por no renovar a los temporales, a la vista de que sus costes de despido son muy reducidos y muy fácil el procedimiento para prescindir de ellos. Hasta que no se resuelva este asunto, los demás resultan marginales.
Por añadidura, cuando se agota la bolsa de temporales, se acude a las jubilaciones obligatorias pactadas en los convenios colectivos, que si no son prejubilaciones tampoco conllevan abono de indemnizaciones; con ello, se utiliza otro sistema poco costoso y ágil, pero al propio tiempo de un grupo de empleados de alta experiencia y conocimientos. Cuando se acude a las jubilaciones anticipadas los costes pueden ser superiores, pero también preferidos por quienes negocian las regulaciones de empleo e idénticos los efectos negativos, con expulsión definitiva de la actividad laboral de estos trabajadores muchas veces contra su voluntad.
Cuando se han agotado los mecanismos anteriores, la selección se hace una vez más en función de los costes del despido, con lo cuál quienes tienen todos números de esta lotería desgraciada son los trabajadores fijos con menor antigüedad, de modo que otra vez resulta indiferente si éstos son los más capacitados. Eso sí, a tenor de sucesivas reformas poco afortunadas, se ha acabado incentivando un modelo de todo punto irracional: utilizar el despido improcedente reconocido desde el principio para acometer despidos plenamente justificados en base a demostrables situaciones empresariales de crisis y que, como tales, deberían tramitarse como despidos objetivos procedentes. Ello provoca que la discusión acerca del coste del despido se sitúe en la cuantía del improcedente, cuando debería ser la correspondiente al procedente.
Todo este sistema perverso está provocando efectos muy negativos sobre el empleo, la inversión en formación profesional y la competitividad empresarial. Esta situación debería hacer reconsiderar sus posiciones a los protagonistas del actual proceso de concertación, asumiendo la necesidad de enderezar la situación, acudiendo a la raíz del problema y no efectuando modificaciones que no acometan definitivamente una segmentación laboral que arrastramos desde hace demasiado tiempo. Las formas concretas de abordar estos problemas son variadas, por lo que no entro en los detalles, pues lo primero es que haya predisposición a afrontar desde esta perspectiva las necesarias reforma en la materia.
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