Se cumplen justamente estos días los 30 años de la aprobación del Estatuto de los Trabajadores, exactamente publicado en el Boletín Oficial del Estado el 14 de marzo de 1980. Ha sido un período ya prolongado de vida de un texto legal emblemático en la historia reciente de las relaciones laborales. Con el paso del tiempo se ha convertido en un referente de nuestro modelo laboral democrático propio de un Estado social. En su momento no fue por su contenido ni por su técnica especialmente innovador, incluso no llegó a considerarse que supusiera una transformación sustancial de la legislación laboral. Sin embargo, visto ahora con la suficiente perspectiva y valorado en lo que significa en la actualidad, sí que se ha convertido en todo un símbolo de bondades, particularmente como síntoma de la capacidad de todos los protagonistas de las relaciones laborales de lograr puntos de equilibrio en los legítimos intereses de cada uno, que nos permite aprender bastantes cosas de cómo hay proyectos comunes que se pueden acometer con un cierto optimismo de futuro, tan necesitado hoy, y no sólo fundado en el voluntarismo.
Entonces no se utilizaban expresiones tan conocidas ahora como las de “concertación social” o “diálogo social”, pero sí que se practicaban y existía una muy fuerte predisposición al consenso, tanto político como sindical. Tan es así que el Estatuto de los Trabajadores, por su fecha de elaboración, coincide con el de las grandes leyes de desarrollo de nuestra Constitución, formando parte de las herramientas que permitieron nuestra transición hacia la democracia, hacia un país moderno y desarrollado. En aquellos momentos el Parlamento era una institución dinámica de una enorme vitalidad, donde, junto a la imprescindible pluralidad y conflictividad, se lograban acuerdos a muy diversos niveles. Baste con recordar que, aunque formalmente hubiera bastado con su aprobación por mayoría simple, se logró que lo fuera por una abrumadora mayoría, con el apoyo de casi la totalidad de los grupos parlamentarios de peso. No es tampoco anecdótico que en aquellos instantes eran Diputados en las Cortes los secretarios generales de los dos grandes sindicatos, quienes igualmente participaron activamente en los debates parlamentarios y en el logro del consenso. A pesar de que en su origen la mención al Estatuto de los Trabajadores se incorporó en la Constitución Española como una bandera de la izquierda, tomando como referencia una muy simbólica Ley italiana del mismo nombre, acabó convirtiéndose en un instrumento legal de menor ambición, pero al propio tiempo de mayor capacidad para unir y fijar fórmulas que han cuajado posteriormente precisamente gracias a su aceptación generalizada y a su legitimación social. Todo ello le ha permitido blindarse frente a cambios bruscos y sobrevivir en sus esencias con los cambios de mayoría parlamentaria legislatura tras legislatura.
En todo caso, una de las principales virtudes del Estatuto ha sido la de saber evolucionar como un texto vivo, que no se ha anquilosado ni petrificado, de enorme flexibilidad como requieren los tiempos que vivimos, pues ninguno de sus contenidos se ha considerado intocable ni nada de lo regulado se ha tratado como un tótem. Prueba de ello es que a lo largo de su existencia se ha reformado en 38 ocasiones, con una periodicidad que da una media superior a una reforma por año. Aunque en unos casos hayan sido cambios de mayor calado y otros de menor envergadura, con seguridad es la norma más sensible a los cambios políticos, sociales, culturales y económicos que se han vivido a lo largo de todo este tiempo. Ya en su propio arranque, la versión inicial de inicios de los ochenta incorporaba cambios respecto al modelo precedente, donde se puede hoy en día apreciar como era una norma que comenzaba a ser sensible a las profundas transformaciones económicas que se venían produciendo en el sistema productivo, de modo que tanto se preocupaba por garantizar derechos a los trabajadores como de proporcionar instrumentos de flexibilidad a las empresas. Y ello ha constituido una constante en todas las reformas precedentes.
En estas fechas en las que se vislumbra una nueva reforma laboral, más allá de la voluntad de pactarlo, no dejan de apreciarse riesgos de bloqueo. En mucho se debe a un fuerte temor a los efectos de los cambios, lo que provoca actitudes conservadoras, un vital pesimismo de que toda modificación siempre lo será a peor, con tácticas de asumir el menor riesgo posible. La capacidad demostrada de adaptabilidad del Estatuto a los cambios externos con la compensación de la también necesaria prudencia, podría constituir una importante lección a aprender de la experiencia vivida.
En suma, no hay más que felicitarse por estos treinta años y desear larga vida al Estatuto de los Trabajadores, especialmente manteniendo esas señas de identidad, como resultado de la concertación social y de la flexibilidad en la búsqueda del equilibrio de intereses.
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