lunes, 15 de septiembre de 2014

CONSUMIDORES Y EMPLEO





Todas las innovaciones tecnológicas eliminan la necesidad de realizar las actividades más rutinarias y repetitivas, de modo que de manera directa destruyen bastante empleo, especialmente el de menor cualificación, si bien de manera indirecta provocan la creación de nuevas profesiones de mayor nivel aunque sea con menor intensidad. Este fenómeno,  especialmente perceptible desde la primera revolución industrial, se produce emblemáticamente con la introducción de las tecnologías de la información y las comunicaciones. Lo que sucede es que, además, estas últimas tecnologías coinciden con la globalización económica y ésta con el desplazamiento hacia los países emergentes de las actividades industriales que proporcionan los empleos menos cualificados y peor retribuidos. Esto explica en gran medida que un país como España, situado en un terreno intermedio, presente enormes problemas estructurales de desempleo, que sólo pueden superarse si somos capaces de reorientar nuestra economía hacia la innovación y la creación de empleo en esas nuevas actividades que ofrecen trabajos de elevada cualificación.

En todo caso, lo anterior resulta bastante sabido, mientras que algo sobre lo que no se ha llamado tanto la atención es el impacto económico que tienen las nuevas tecnologías sobre el consumo. Lo más conocido es que la incorporación de nuevas técnicas de producción provoca un notable abaratamiento de los costes, tiende a bajar los precios, permitiendo el acceso al consumo a un número cada vez más amplio de la población, con un generalizado beneficio para los consumidores que conservan su empleo y tienen unos ingresos mínimos. Sin embargo, lo que pasa más inadvertido es cómo aparecen nuevas formas de consumo, que acaban dañando notablemente el empleo.

De una parte, las nuevas tecnologías están provocando que el consumidor pueda acceder a productos o servicios sin tener que acudir a quienes los ofrecen al mercado a través de empresas que desarrollan una actividad económica y, por tanto, crean empleo. En muchas ocasiones, el consumidor deja de acudir a los servicios ofrecidos por las empresas, por cuanto que encuentra lo mismo de manera directa proporcionado por particulares que lo ofrecen sin crear empleo a precios mucho más reducidos o incluso de forma gratuita. Baste con mencionar ejemplos tales como las descargas gratuitas de productos culturales a través de internet (música, películas), el acceso gratuito a la información en la red, las fórmulas de desplazamiento a través del hoy en día muy popular “blablacar”, la búsqueda de alojamiento gratuito a cambio de simple compañía, el trueque de servicios, etc. Aparentemente, se trata de intercambios sociales inocentes y de enorme valía por lo que suponen de intercambio cultural, que no tienen mayor repercusión económica. Sin embargo, por la dimensión que pueden adquirir, pueden llegar a tener un impacto indirecto enorme sobre el mantenimiento de muchos empleos. Lo más paradójico de todo es que son los jóvenes los más propensos al uso de estas nuevas fórmulas de obtención de productos o servicios sin acudir al mercado, cuando al propio tiempo son quienes sufren con mayor intensidad las situaciones de desempleo.

En paralelo, las nuevas tecnologías están provocando también que en muchas ocasiones a los consumidores se les ofrezcan productos o servicios inacabados, de modo que ellos deben realizar actividades previas para disfrutar de los mismos: la compra de muebles desmontados que el consumidor debe ensamblar, la adquisición de productos electrónicos que deben instalarse, el suministro personal del combustible del automóvil, la manipulación  del cajero automático o la cantidad de servicios adquiridos a través de internet con un trabajo añadido del consumidor. De este modo, el consumidor realiza actividades que serían efectuadas por trabajadores de serles entregado el producto o servicio completo. 

Se me dirá, y es en gran medida plenamente cierto, que se trata de procesos irreversibles, que es ilusorio pretender ponerle puertas al campo, establecer mecanismos que frenen un proceso imparable. Al final el precio determina decisivamente al consumidor y es impensable que reclame un servicio más completo asumiendo un mayor costo por ello. En todo caso, lo que tampoco se puede admitir es que al consumidor no se le ofrezca alternativa real, pues en ocasiones se le obliga a adquirir el producto o servicio en esas condiciones, lo quiera o no, de modo que al final se distorsiona la competencia, por cuanto que al consumidor ya sólo se le ofrece un solo producto o servicio. Habría que ver  hasta qué punto sería conveniente favorecer ciertos cambios en los comportamientos, incluso mediante regulaciones más exigentes que los faciliten, de modo que en ocasiones el consumidor prefiriese adquirir menos productos o servicios, pero más acabados y de más calidad y, al mismo tiempo, incorporando más oportunidades de empleo.

Publicado en DIARIO DE SEVILLA el 15 de septiembre de 2014





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