miércoles, 18 de mayo de 2011

AL CESAR Y A LA IGLESIA

El Tribunal Constitucional acaba de conceder el amparo a una profesora de religión católica en un centro público, que había perdido su empleo por decisión del Obispado porque se había casado por lo civil con un hombre divorciado, que estaba a la espera de obtener la nulidad canónica de su primer matrimonio. El Tribunal Constitucional concede el amparo a la profesora por entender que se le había discriminado por razón de sus circunstancias personales, se había lesionado su libertad ideológica en la medida en que había sido despedida por contraer matrimonio e igualmente se le había lesionado su derecho a la intimidad personal y familiar.
Este tipo de situaciones no es la primera vez que se presenta, pues multitud de asuntos más o menos parecidos están ocasionando reiteradas demandas antes los Juzgados y Tribunales laborales por parte de estos profesores; incluso ya en alguna ocasión anterior se tuvo que pronunciar nuestro Tribunal Constitucional, respecto de otra profesora de religión también despedida, en esa ocasión por mantener una relación afectiva con un hombre distinto de su esposo, del que se había separado, aunque en dicha ocasión falló en contra del amparo. El asunto presenta cierta complejidad jurídica, porque se mezclan perspectivas y ámbitos que deberían estar netamente separados.
Conviene tener presente que en estos casos es el Estado español, a través de las Comunidades Autónomas que tienen trasferidas las competencias en materia de educación, quién como su empleador contrata a estos profesores, les abona sus salarios y formalmente los despide. Sin embargo, es el Obispado quien selecciona a quién se contrata, marca las pautas de los contenidos de las correspondientes clases de religión, controla su actividad docente e incluso vigila su vida privada y, a la postre, es quien decide si deben continuar o se les debe despedir. Para la selección de estos profesores resulta de todo punto indiferente cuáles sean sus titulaciones académicas, sus conocimientos o sus competencias pedagógicas, pues lo decisivo es su identificación con los criterios de la Iglesia así como la conformidad de su vida privada con tales valores religiosos. Son profesores que imparten sus clases en centros escolares públicos, por tanto con la condición de empleados públicos, pero bajo la supervisión a todos los efectos de la Iglesia.
El problema es que se produce un conflicto de valores contradictorios: de un lado, las orientaciones ideológicas de la Iglesia en materia de costumbres sociales y, de otro lado, los principios del Estado democrático en materia de derechos fundamentales y libertades públicas. Por tanto, no es una cuestión que afecta a la relación del Estado en concreto con la Iglesia católica, por mucha presencia que ésta tenga en nuestra sociedad, sino de un asunto que afecta a la relación del poder público con cualquier tipo de religión, siendo desde esta última perspectiva desde la que ha de valorarse. Nadie podría poner en cuestión que la Iglesia pueda seleccionar a su pleno criterio las personas que imparten las catequesis parroquiales o incluso las clases de religión en los colegios privados en atención sólo a sus creencias e incluso en razón a su conducta en la vida privada; por muy anacrónico que algunos pudiéramos considerar prescindir de una persona por haberse casado por lo civil con un hombre divorciado o convivir con otro estando casado, nada cabría objetar si lo hacen en el estricto ámbito de su institución. Pero de igual forma, si cualquier iglesia, con independencia de cuál sea su credo, pretende que esta actividad de adoctrinamiento se realice por parte de personas que son contratadas por la Administración Pública y es ésta quien asume el coste económico correspondiente, han de respetarse en todo caso para esa relación laboral los derechos fundamentales y libertades públicas propios de nuestro Estado de derecho. Tan es así que en estos casos al final a quien se condena por atentar contra los derechos fundamentales es a la Administración Pública y es ella quien va tener que abonar las correspondientes indemnizaciones por un despido nulo que ha obtenido el amparo de los Tribunales de Justicia, por mucho que quien materialmente ha decidido prescindir de esta profesora sea la autoridad eclesiástica. Las iglesias podrían reclamar para sí una mayor autonomía respecto del Estado en su actuación de impartición de su doctrina, pero si renuncian a ella, optando por que estos profesores sean contratados y pagados por el poder público, deben someterse al control de los Tribunales de Justicia y, en definitiva, adaptar su conducta a los valores constitucionales en materia de derechos fundamentales y libertades públicas.

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