Uno de los cambios más significativos en la actualidad en nuestras sociedades desarrolladas es la presencia cada vez más intensa de numerosas personas que no pueden valerse por sí solas por razones de edad, enfermedad o discapacidad, necesitando de la ayuda de otros para realizar las actividades básicas de la vida cotidiana. Se ha prolongado considerablemente la esperanza de vida, de modo que la población de más de 65 años ronda ya en España los 7 millones; incluso se aprecia un envejecimiento del envejecimiento, pues también se ha duplicado la población de más de 80 años. Enfermedades o accidentes que antes eran mortales hoy en día no lo son, gracias al avance de la medicina, si bien al propio tiempo aumentan quienes padecen de enfermedades crónicas o notables procesos de pérdidas de capacidades físicas o psíquicas, que limitan la autonomía personal e incrementan las necesidades de atención para mantener una vida digna. Algunas noticias que aparecen de vez en cuando de personas halladas muertas en sus domicilios, en la soledad y tras un prolongado período de tiempo, pueden constituir el iceberg de un problema cada vez más acuciante.
Personas con mayores o menores grados de incapacidad han existido en el pasado más reciente y en el más remoto, siendo uno de los signos de solidaridad su protección, no siendo abandonados a su suerte por parte de una sociedad digna de tal nombre. Eso sí, tradicionalmente eso se ha producido sobre todo por el redoblado esfuerzo de la familia, algunos de cuyos miembros han perdido a su vez autonomía y capacidad de integración social. No es casual que ello haya recaído básicamente en las mujeres dedicadas a las tareas domésticas, que durante parte de su vida se han tenido que dedicar al cuidado de sus hijos y más tarde al de sus mayores. Cuando la mujer se ha incorporado plenamente a la actividad profesional, no siendo ya un período limitado de su vida activa, ni pudiendo concebirse que la conciliación de la vida familiar y profesional sea la respuesta idónea a estas necesidades de atención a las personas dependientes, se perciben fácilmente los riesgos de abandono que pueden sufrir algunos.
Por añadidura, estas situaciones de necesidad no golpean por igual a todos. Quienes tienen medios económicos pueden paliar en mayor medida estas situaciones de dependencia, pero en mucha menor medida se pueden dar respuestas individuales para el resto. Más aún, la complejidad de servicios y asistencia que requieren estas personas, exige cada vez más de un sistema profesionalizado, no siendo suficiente con la ayuda desinteresada de los más próximos. Ni los familiares, ni las organizaciones de voluntarios, ni la población inmigrante con escasos niveles de cualificación profesional pueden ofrecer lo que necesitan algunas de estas personas en situaciones ciertamente delicadas; piénsese en quien padece de alzeimer o una demencia senil. Una cosa es el apoyo afectivo de los próximos y otra bien diferente la prestación de servicios que atienden a las necesidades materiales de quienes sufren estas desgraciadas situaciones.
Por todo ello, el establecimiento de unos buenos servicios sociales y asistenciales a quienes no pueden valerse por sí mismos constituye uno de los grandes retos a los que nos enfrentamos ya en el presente. Tan decisivo es que con razón se viene considerando que la formación de una completa red de atención a las personas dependientes supone la construcción del cuarto pilar de nuestro Estado de Bienestar, junto con la sanidad, la educación y las pensiones. El gasto social en nuestro país sigue situándose por debajo de la media europea y, sin duda, su incremento para atender a las personas en situación de dependencia lo merece.
Si en principio todos podemos estar de acuerdo en lo anterior, también hemos de ser conscientes de que ello requiere de un fuerte esfuerzo de financiación pública, que a la postre no sale de otro sitio que de los impuestos que todos pagamos. Algunas medidas enfocadas a la conformación de tales servicios pueden provocar ahorro en otros campos; por ejemplo, la experiencia de otros países es manifiesta en el ahorro en el gasto sanitario. Pero ello, en todo caso, no será suficiente, por lo que el esfuerzo de solidaridad entre todos vía impuestos será imprescindible. No menos importante es el hecho de que por haberse decidido que estos servicios sociales sean asumidos plenamente por las Comunidades Autónomas, como competencia de asistencia social, puede provocar desequilibrios territoriales, con un escenarios donde unos por razón de su residencia gocen de unos razonables servicios de atención a las personas dependientes, en tanto que en otros sitios la atención sea mucho más deficitaria. El establecimiento de un umbral mínimo de derechos iguales para todos se hace imprescindible también en aras de la construcción de una sociedad con menos desigualdades.
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