martes, 29 de marzo de 2011

CONTROLADORES AÉREOS: UN CONFLICTO SINGULAR


Resulta cuando menos sorprendente que, a pesar de la muy compleja situación de la economía y los graves problemas ocasionados por la misma sobre el empleo a lo largo de todo el año 2010, haya quedado como uno de los conflictos más destacados y de mayor debate público el derivado del enfrentamiento entre los controladores aéreos y el Gobierno. A nadie se le escapa la especial posición de fuerza sindical que desde hace bastante tiempo tienen los controladores aéreos, no sólo en España, y las condiciones de trabajo comparativamente muy elevadas respecto del resto de los trabajadores, incluidos los que son asimilables a ellos en atención al tipo de actividad que ejercen. Sobre todo, la enorme repercusión pública del conflicto se debe a la inmediatez de los daños y perjuicios que producen sus medidas de presión colectiva sobre un muy elevado número de viajeros, a resultas del uso hoy en día tan extendido del transporte aéreo con bajos costes. Al propio tiempo, el conflicto desarrollado a lo largo de todo este año se ha convertido casi en un vademécum del funcionamiento distorsionado e irregular de toda la legislación laboral, desde sus aspectos individuales hasta los colectivos, incluyendo el estrambote final de una explosión de elevada conflictividad descontrolada que desemboca en una medida jamás utilizada a lo largo de nuestra ya dilatada experiencia democrática y de vigencia de nuestra Constitución: la declaración del estado de alarma.

Si un conflicto laboral ha concitado un rechazo más generalizado entre la opinión pública éste ha sido, y no casualmente, el de los controladores aéreos, por todos los ingredientes que le han rodeado. Y, desde luego, no se puede ocultar que es un conflicto que se ha gestionado mal por parte de todos sus protagonistas, presentes y pasados. Eso sí, precisamente por su enorme singularidad, conviene ser muy cautos a la hora de hacer valoraciones de carácter general; menos aún pretender sacar de ello conclusiones extrapolables al conjunto del funcionamiento de las relaciones laborales en España, pues el contexto resulta tan excepcional que no cabe deducir del mismo fallas generales del sistema. Por añadidura, la situación llegó a tal culmen de enfrentamiento, que obligó a una salida ineludible al conflicto de fondo, introduciendo un mínimo de racionalidad a tal efecto.

Ahora bien, lo que no puede es olvidarse por completo lo sucedido y, una vez superado el asunto, hacer como si no hubiera pasado nada. Han de adoptarse las medidas oportunas para que este tipo de situaciones no lleguen a tal nivel de gravedad, particularmente de perjuicios a la ciudadanía, ajena por completo al conflicto, sin poner en cuestión el prestigio que precisamos en un sector tan sensible y tan importante para nuestra economía como es el turismo. Y, por encima de todo, lo que no puede repetirse es acudir a la declaración del estado de alarma para hacer frente a una ausencia de respeto a los servicios esenciales de la comunidad durante un conflicto laboral. Un conflicto de esta naturaleza debe tener respuestas fisiológicas en nuestro sistema legal, nunca obligar a reaccionar con medidas que se sitúan en el terreno de lo claramente patológico como es el estado de alarma; sin que se llegue a estos niveles de desbarajuste y de falta de realismo por parte de quienes tienen un poder de presión derivado de situaciones de cuasi monopolio en el mercado de trabajo. La paradoja hoy en día es que la huelga y las medidas de conflicto colectivo, que nacieron en su origen como un instrumento de defensa de los más débiles en la sociedad, hoy en día tienen escaso impacto cuando la ejercen éstos y, por contra, son los que gozan de mayores privilegios laborales quienes más poder de presión ostentan en la práctica con el ejercicio de estas medidas de conflicto; más aún, cuando lo hacen ocultándolo de forma vergonzosa y, por tanto, sin someterse a los condicionantes legales de procedimiento y de equilibrio con el resto de los intereses en juego.

Por último, todo lo ocurrido muestra una vez más, lloviendo sobre mojado, que no tenemos bien resuelto el régimen de canalización de las huelgas y medidas similares que acaban bloqueando los servicios esenciales de la comunidad, en la que los principales perjudicados son los ciudadanos. Es necesario un gran pacto social y político que permita con amplio consenso una legislación sobre la materia, que clarifique las medidas de reacción efectivas del poder público frente a las conductas ilegales en estos casos, así como un mecanismo judicial de control inmediato de los posibles abusos en la limitación del ejercicio del derecho de la huelga. Al final, si alguna virtud ha tenido todo este asunto ha sido el de mostrar cómo una de las vías más eficaces y equilibradas de solucionar los bloqueos en las posiciones enquistadas de las partes es la de acudir a los procedimientos de arbitraje laboral; en suma, deberíamos ir reforzando la cultura del arbitraje entre los gestores de los conflictos laborales en nuestro país.

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